Utopías renacentistas

Una lectura desde la arquitectura y el urbanismo

Elio Martuccelli Casanova Universidad Ricardo Palma, Lima, Perú martucccelli.elio@gmail.com


RESUMEN

El artículo propone una revisión de las utopías renacentistas desde sus planteamientos urbanos y sus propuestas arquitectónicas, como una manera concreta de análisis. Si bien las utopías pretenden no tener lugar, es decir, carecen de ubicación precisa, en la trama de los libros de sus principales autores se revelan espacios y formas arquitectónicas. En la primera parte subrayaremos el vínculo entre el encuentro de Europa y América con la futura producción de utopías. En la segunda, presentaremos el perfil de cuatro grandes autores del Renacimiento (Moro, Campanella, de Andreae y Bacon) con un comentario de sus obras literarias explícitamente utópicas. Aquí proponemos una visión crítica de las utopías a partir de sus principales características urbanas y arquitectónicas, donde intentamos mostrar en el tratamiento del espacio cómo se develan significados, límites o contradicciones en cada una de ellas.


Palabras clave: Utopía, Renacimiento, Europa, América, arquitectura, urbanismo


Renaissance Utopias

A reading from architecture and urbanism

ABSTRACT

This article proposes a review of the Renaissance utopias from their urban approaches and their architectural proposals based on a specific analysis. Although the utopias pretend not to take place, that is, they lack precise location, spaces and architectural forms are revealed by the authors and their respective books. In the first part we will underline the link that exists between the encounter Europe and America with the future production of utopias. In the second part, we will present the profile of four great Renaissance authors (Moro, Campanella, de Andreae and Bacon) with a commentary on their explicitly utopian literary works. Here we propose a critical vision of utopias based on their main urban and architectural characteristics, where we try to show how meanings, limits or contradictions are revealed in each of them in relation to the treatment of space.


Keywords: Utopia, Renaissance, Europe, America, architecture, urbanism


PLURIVERSIDAD / 37

4(2019) 37-56 | ISSN 2617-6254 | DOI: https://doi.org/10.31381/pluriversidad.v4i4.2770 | URP, Lima, Perú [Recibido 05/08/2019 - Aprobado 26/10/2019]

Introducción


El presente artículo propone una revisión de las utopías renacentistas desde sus concep- ciones espaciales y sus propuestas arquitectónicas. Como lo intentaremos mostrar, en este planteamiento se revela una manera fecunda, concreta y crítica de análisis.

Primero subrayaremos la complejidad del vínculo que se tejió entre el descubri- miento de América y la futura producción de las utopías en Europa. Veremos cómo en este primer momento, el espacio, el lugar y sobre todo las fabulaciones en torno a ellos, tienen una evidente prioridad por encima de las consideraciones arquitectónicas. Incluso entre los cronistas españoles de la primera mitad del siglo xvi, las descripciones de las ciudades realmente existentes y que conocen están envueltas en frecuentes enso- ñaciones mitológicas. América es un conjunto de ilusiones y deformaciones por parte de los europeos.

Luego presentaremos las grandes obras utópicas del Renacimiento, con el fin de señalar algunas peculiaridades: una visión crítica de ellas desde la revisión de sus princi- pales formas urbanas y arquitectónicas. Los modelos de sociedad que cada obra propuso tenían, también, ideas en torno a las viviendas, los edificios públicos y los espacios ur- banos: el marco físico que debía acompañar la nueva realidad, entendida como modelo de perfección.


  1. América en el origen de las utopías renacentistas


    Europa y América. Paraíso de unos, infierno de otros


    La Atlántida descrita por Platón había sido una isla con una sociedad perfecta, tragada por el agua. El Edén, en la doctrina cristiana, el lugar perfecto que se había perdido por el pecado original humano. La antigua utopía que había nacido en el Mediterráneo, en la Grecia clásica, se extendió y se modificó durante la Edad Media por Europa, trans- formada en el utopismo cristiano. El paraíso era el jardín de Dios, cerrado y fértil, del que fue expulsado el ser humano.

    En el contexto del siglo xv, América era el lugar donde Europa podría buscar lo perdido: el paraíso por redescubrir estaba en la tierra. Los europeos habían ya buscado el paraíso en Asia, tratando de encontrar los cuatro ríos a los que la Biblia se refiere, pero América era una nueva proyección de la fantasía europea. El escenario de ensueños fue llevado a la realidad desde el siglo xv y, más aun, entre los siglos xvi y xvii, donde el deseo de restituir el paraíso terrenal se vincula al relato utópico. Una precisión mere- ce señalarse: los navegantes y soldados portugueses habían iniciado la exploración del mundo años antes que los españoles.

    El océano Atlántico, del que no se sabía su extensión ni a qué costas llegaba, co- menzó a ser explorado. Los mapas seguían reproduciendo las viejas ideas del mundo planteadas por Ptolomeo en el siglo ii d.C. Con poca información y datos errados, los viajes adquirían características épicas, hacia lugares remotos y desconocidos. Por supuesto, muchas travesías estaban animadas por las más terrestres avaricias materiales: las hazañas de estos viajes implican también brutales atropellos.

    Las utopías del Renacimiento europeo surgieron de las posibilidades que se abrían al otro lado del mar, racionalizando utopías anteriores, ahora transformadas en sistemas filosóficos y doctrinas políticas. Ante el fin del medioevo, estos planteamientos fueron una forma de enfrentar la crucial transición por la que atravesaba el mundo occidental. Para ser más precisos, el «descubrimiento» de América por los europeos y su posterior invasión, signaron una posibilidad de apertura imaginaria que las utopías del periodo no tardaron en llenar. En este momento, la ilusión religiosa daba pie a discusiones geográficas.


    Adentrarse en el estudio de los imaginarios de los europeos del siglo xvi, significa estudiar la manera en que dichos modos de concebir el mundo, que son un legado de la Edad Media y de la Antigüedad Clásica, se ven trasplantados al continente americano. Los europeos proyectaron su mundo, su realidad y su fantasía sobre los territorios de los que se iban apropiando, de modo que, avanza y se establece en suelo foráneo, va construyendo e inventando su «Nuevo mundo» a partir del mundo que ya conoce y que trae sobre sus hombros. (Hurtado, 2018, p. 59)


    Encuentros y desencuentros


    El descubrimiento europeo de lo que se terminó llamando América dio paso a un complejo proceso de invención, acomodado a su realidad, dentro de un proyecto expansionista. Desde el inicio, ya en las primeras cartas de Cristóbal Colón esta tendencia es visible. Nacido en Génova, Colón fue cartógrafo en Portugal y realizó cuatro viajes al Nuevo Mundo entre 1492 y 1504 con el patrocinio de la corona española. Quería encontrar, navegando hacia el oeste, una ruta que lo lleve a las Indias. Sus primeras cartas, escritas en tierras que no podía identificar, hablan de una realidad donde el sistema económico está dado por trueques y propiedad comunitaria. Si las cartas de Colón no brillan por su precisión, es porque están constantemente recorridas por elementos imaginarios. En ausencia de todo conocimiento concreto de los pueblos y sus realidades con los que entra en contacto, Colón llena sus vacíos al amparo de su imaginación. En el fondo está buscando, por sobre todo, un lugar «mítico». En el tercer viaje, de 1498 a 1500, toca las costas del continente y la abundante agua dulce del río Orinoco lo hizo pensar en un nuevo «paraíso». Los textos escritos por Colón (1995, 2011) en este viaje son los

    que más desarrollan la idea del paraíso, con la intención de ubicarlo en algún lugar de las tierras descubiertas. Además, la idea del paraíso ayudó a Colón salir del aprieto de tener que reconocer un nuevo continente para ubicarlo en el extremo oriental de Asia: el paraíso no era una creencia ingenua, era la confirmación que Colón necesitaba para demostrar que se encontraba en Oriente. (O’Gorman, 1984, pp. 106, 107)

    Los relatos de los navegantes testimonian del encuentro y el desencuentro de

    «salvajes» y «civilizados», el continente americano como sinónimo de naturaleza «pura», de sujetos que formaban parte natural de su entorno: una imagen fabulada, por supuesto, fuera de la verdad. Esa idealización de individuos inocentes, mansos y amables podía cambiar – y lo hizo – con bastante rapidez y convertirse esos mismos nativos para los ojos europeos en seres degenerados y caníbales, lo que justificaba su conquista.

    En el encuentro violento de Europa y América está también la historia de la modernidad: la radical reconstitución del universo y de la manera de actuar en él. Las utopías europeas fueron alimentadas de esa capacidad americana por el trabajo colectivo y la reciprocidad, tal como fue apreciada y entendida por los primeros navegantes. La proyección imaginaria fue tanto más eficaz mientras el desconocimiento de los «otros» fue profundo. Un trabajo imaginario en el que, como lo iremos viendo, la fabulación espacial tendrá un rol muy importante.

    América, por un momento, se convirtió para Europa en escenario perfecto para la utopía. No hay que olvidar entonces que Europa, en su camino al oeste a través del mar, está buscando un sueño restaurador. Por eso, con esperanza y angustia, tratará de encontrarse en América el paraíso perdido. (Servier, 1995, pp. 38-40)

    No hay que olvidar además que ese sueño, el de haber encontrado un nuevo conti- nente, hizo que los europeos tuvieran que inventar una serie de explicaciones para po- der incorporar ese extenso territorio a la cultura occidental. Si en un primer momento los mapas y la realidad no correspondían, con errores cartográficos constantes, poco a poco tuvo que irse delineando y asumiendo esa nueva situación que venía a trastocar toda la noción del orbe conocida hasta ese momento. Luego de cuatro viajes al Caribe y Centroamérica, una confusión gigantesca persistía en Colón, de pensar que Cuba era Cipango. Esa duda no podía haberse expresado mejor que a través del nombre con el que América sería reconocida de ahora en adelante: Nuevo Mundo. América, luego de ser hallada debía ser inventada. (O’Gorman, 1984)

    No siempre se lo reconoce con la fuerza que debería, pero el espacio fue el primer gran detonador de la realidad. A la imaginación desbocada de Colón (y su confusión geográfica) se le contrapone progresivamente, sin menoscabo de la presencia de fuertes elementos imaginarios, toda una nueva cartografía y diseño del orbe del mundo. Lo refleja de manera notable el término, nuevo mundo, utilizado por un tiempo a falta de otro y que progresivamente fue la mejor manera de resolver el error y la duda sobre un territorio tan inesperado e incierto. Al cabo de un tiempo quedó claro que lo que se ha-

    bía encontrado era un continente, una enorme isla, lo que constituía un cuarto mundo, distinto a los tres ya conocidos por lo europeos.

    La expedición de Gonzalo Coelho y Américo Vespucio de 1502, que llegaría a tocar las costas del Brasil, fue crucial para entender el nuevo territorio. Vespucio habría realizado cuatro viajes al continente americano, dos bajo las órdenes del Rey de España y dos a nombre de Portugal, que tendrían lugar entre 1497 y 1504. Recorrió en todos ellos las costas atlánticas de Sudamérica. Hay en las cartas del navegante florentino una fascinación por la flora, la fauna y los paisajes que logró ver, pero al mismo tiempo una gran incomprensión a aspectos en el comportamiento de los nativos que son conde- nados con mucha rudeza, aunque entre los pecados cometidos por los católicos no se mencione el asesinato. Las expediciones relatadas en sus memorias seguían una rutina repetida de trueques amigables y peleas sangrientas. (Vespucci, 1986)

    Las visiones todavía ampliamente encantadas de Vespucio, incluso temperadas por el progresivo diseño de cartas geográficas, ceden el paso a descripciones físicas, siempre envueltas en fabulaciones, pero cada vez más precisas.


    Todos los árboles allí son olorosos y mana de cada uno goma, o bien aceite, o bien cualquier otro licor, de los cuales, si las propiedades nos fueran conocidas, no dudo que a los humanos cuerpos serían saludables. Y ciertamente si el Paraíso Terrenal en alguna parte de la tierra está, estimo que no estará lejos de aquellos países. (Vespucci, 1986, p. 96).


    En términos generales, la construcción imaginaria del nuevo continente es larga y difí- cil, llena de ilusiones, errores y fabulaciones. La felicidad, si no estaba exactamente en las islas y en las costas que se habían recorrido, parecía estar un poco más allá. Hay un tema que no es menor, mencionado por varios autores que hablan del paraíso en Améri- ca: las constantes referencias al clima sin extremos que encontraron alrededor de la línea ecuatorial, en Centroamérica y el Caribe. Es decir, un clima cálido, benigno y constan- te, con poca variación de temperatura a lo largo del año, parecido al que habría tenido el Edén. Lo cierto es que muchos de estos relatos, algunos alterados por sus editores, alimentaron la imaginación de intelectuales como Tomás Moro que para entonces no había escrito aún su libro Utopía, publicado en 1516.

    La bitácora de Antonio Pigafetta, compañero de Magallanes y Elcano en la primera vuelta a la tierra, de 1519 a 1522, contiene igualmente descripciones exageradas y falsas de cosas que nunca vio en América. En su caso, la visión del paraíso se extiende por el océano Pacífico. (Pigafetta, 1922)

    Sin embargo, lo importante no son ni las falsedades evidentes, ni las omisiones voluntarias, sino lo que todo este conjunto dispar de textos inventa, más allá de describir. Lo importante no es lo que se ve sino lo que se proyecta y lo que se construye.

    Si alguna vez la mirada fue performativa, lo fue más que nunca en estos textos, en donde la violencia física a la vez prolonga y estructura a la violencia simbólica. Los escritos de los primeros «descubridores», en el sentido estricto del término (Colón, Vespucio y Magallanes, entre otros) fue un trabajo interpretativo de la realidad. En ellos, la descripción —en realidad la invención— de una naturaleza portentosa oscurece toda referencia concreta de formas espaciales, una actitud que cambiará con la mirada de los «conquistadores».


    Conquista y colonización


    Los más importantes descubrimientos y conquistas europeos en tierras americanas fue- ron realizados en el siglo xvi, salvo algunas regiones de difícil acceso. El siglo xvii es un período de asentamiento en las colonias.

    Francisco Pizarro desembarcó en Tumbes de manera definitiva en 1532 para ini- ciar su aventura, conquistadora primero y luego, más tarde, colonizadora. Con otros conquistadores, por ejemplo Cortés, pero sobre todo con cronistas como Bernal Díaz del Castillo y Pedro Cieza de León se tendrán descripciones más o menos concretas de Tenochtitlan y del Cusco.

    En los «conquistadores», incluso por exigencias militares, el sueño del paraíso terrenal se desplaza hacia el imaginario de El Dorado, que probablemente sea el más conocido, pero no el único. También se hablaba del Paititi y el País de la Canela, entre otros sitios.

    Pero en los hechos priman descripciones cada vez mas precisas de los lugares. Aunque testimonian con admiración que los centros poblados en suelo americano son más grandes, más ricos y más ordenados que las ciudades europeas, como ya lo había hecho en el siglo xiii Marco Polo al describir las ciudades chinas, no son representadas como lugares de utopías. Marco Polo describe de manera presencial las maravillas de Oriente, reconoce sus virtudes, pero no es el paraíso: lo concreto controla el desborde imaginario.

    Nada muestra mejor la concreción progresiva de la mirada sobre las ciudades con- quistadas, incluso en medio de fuertes fabulaciones, que ubicar lo fantástico en un terri- torio como El Dorado. La selva sudamericana fue siempre una región de difícil acceso, cuyos límites desconocen los europeos y la construcción mítica se centra en áreas que no han sido exploradas. Durante siglos se buscará el mítico lugar resplandeciente de oro, por diversas regiones de Ecuador, Colombia y Venezuela.

    De los intentos por encontrar El Dorado, se recuerda especialmente la expedición de Pedro de Ursúa y Lope de Aguirre, iniciada en 1559. Queda la crónica de Francisco Vásquez, en un testimonio donde se encuentra bastante más sangre que oro (Vásquez, 1987). La expedición de los marañones por la selva es una larga sucesión de actos cruen-

    tos, en la que Lope de Aguirre iba deshaciéndose de todo lo que se le interponía en su desquiciada carrera por el río Amazonas. Dentro del contexto colonial, Lope de Aguirre representa la búsqueda desenfrenada de la libertad, del individuo que se levanta contra la corona, del aventurero que trata de hacerse un espacio dentro de una organización colo- nial que sería cada vez más rígida. Los marañones representan al grupo de desheredados que buscan mejorar su situación a partir de una victoria militar o, en este caso, de un hallazgo milagroso. La carta dirigida a Felipe II es uno de los textos más audaces que un aventurero puede escribir al que ya no consideraba su rey. Lope de Aguirre termina muer- to en 1561, en un pequeño poblado venezolano, sin poder regresar a conquistar el Perú.


    Fundación de ciudades


    A lo anterior, aun es preciso añadir los viajes exploratorios y la progresiva fundación de ciudades. Si en los primeros primaba un innegable deseo de riqueza, en los segundos se impusieron evidentes coerciones administrativas y espaciales. En los hechos, muchas veces los dos procesos terminaron fusionándose: los viajes de exploración por todo el continente vinieron acompañados de un impresionante plan en la que se fundan ciu- dades en la medida que se avanza, como una nueva manera de organizar y controlar el territorio.

    En este contexto, no debemos confundir lo que son proyectos utópicos con lo que es la fundación de ciudades. Pero no se puede tampoco dejar de mencionar y reconocer la cantidad enorme de nuevos poblados que españoles y portugueses sembraron a lo largo y ancho del continente. Si bien muchos correspondían a viejos asentamientos, aprovechando lugares ya existentes, lo que se realizó en menos de un siglo en el terri- torio americano terminaría por transformar su historia. Soldados y sacerdotes venían acompañados de un profesional diestro en proyectar sobre el terreno calles y lotes, quien hizo posible el trazado geométrico de las nuevas ciudades.

    Este trazado fue, con el correr de las décadas, cada vez más perfecto, con cuadrículas de calles ortogonales, ciudades con forma de damero, que se acercaban al modelo de ciudad ideal renacentista (AAVV, 1989). Existían en el urbanismo europeo modelos de ciudades perfectas concebidas a lo largo del siglo xv. Ellas recuperaban, incluso, ideas anteriores que se remontaban a las ciudades griegas hipodámicas. Pero esas ideas no encontraron lugar para hacerse realidad en Europa, como sí las tuvieron en América.

    Así como el español y el portugués se volvieron los idiomas oficiales del continente americano y se impuso la religión católica, es la fundación de ciudades iberoamericanas lo que mejor expresa el cambio drástico iniciado en América. Esa fue una verdadera revolución urbana, de una nueva organización política y social que debía desde ahora dominar y controlar personas y recursos. Por traumática que sea, representa el ingreso de América a la modernidad.

    Queda claro que no toda ciudad nueva es una utopía. Solo algunas, durante la etapa colonial y periodos históricos posteriores, merecen ese nombre. El resto de ciudades for- ma parte de un enorme plan político y económico, como gigantescos artefactos de con- trol y expansión, el sello de una nueva realidad. Fue América el gran espacio que recibió y plasmó la carga ideológica de Europa, expresada también en términos urbanísticos.


  2. Las utopías de los siglos xvi y xvii


    Los autores


    Dos mil años después de Platón, el Renacimiento produjo a través de Tomás Moro, Tomás Campanella y Francis Bacon los libros más conocidos en el tema de la utopía. (Imaz, 1993) A estos tres, podemos sumar el de Andreae.

    El «reino de los cielos» fue la promesa cristiana que funcionó a lo largo de la Edad Media como premio para todos los que obedecían los preceptos de dicha religión. El bienestar, la plena felicidad, se alcanza en el otro mundo, en la medida que se haya respetado en el balance final el dogma cristiano durante la vida. La Edad Moderna plantea progresivamente, entre otras cosas, poder cambiar la realidad, transformarla, mejorarla. El ser moderno implica decisiones sobre el presente para modificar el futuro, aquí en la tierra. Ya no era una utopía celestial, era mundana, el nuevo ensueño por construir.

    Un nuevo género literario, no es casualidad, coincide con los grandes descubri- mientos marítimos, momento propicio para las utopías. Las utopías se construyen sobre sueños y los sueños del renacimiento se basaban en viajes.

    En la Europa del siglo xvi ciertos países alcanzan su apogeo. Se conjuga la experien- cia intensamente cultural del humanismo y el proyecto económico del capitalismo que, a través de conquistas territoriales, comienza a expandirse. Con el nacimiento y desa- rrollo de los tiempos modernos surgen los grandes libros en torno a la utopía, sueños vinculados a construir mejores lugares de vida.

    De sus autores no se puede olvidar las diferencias sociales que los separan. Moro era un político de carrera, afortunado y notable dentro de la corte de Enrique VIII, final- mente canciller de Inglaterra hasta caer en desgracia y ser condenado a morir. Andreae es alemán, viajero, reformador social y predicador. Es luterano en sus creencias religio- sas y humanista en sus convicciones. Campanella fue filósofo y monje dominico, hijo de obrero, oriundo de la Calabria, al sur de Italia. Aunque entendió que la religión está ligada a la conducta moral y la ciencia al conocimiento del mundo, sin excluirse, fue acusado de herejía y estuvo preso largos años. Las disputas de Campanella con la Iglesia católica son similares a las que tuvieron Galileo y Giordano Bruno. Francis Bacon, que

    vivió entre 1561 y 1626, fue un reconocido filósofo, escritor y político inglés, con una fe muy grande en la ciencia y en los métodos inductivos basados en la experimentación. A partir de estas diferencias, en ellos es visible una tensión interna: la dinámica entre la utopía comunitaria que proponen y la pequeña utopía privada, la que cada cual lleva dentro de sí. La experiencia personal de cada uno influye en la propuesta, a tal punto que más de una proyección biográfica es visible. Moro y Andreae son hombres casados y apuestan por la familia nuclear de padres e hijos. Campanella era soltero y apostaba por una vida parecida a la suya, de monje y soldado. Bacon es, por sobre todo,

    un apasionado de las ciencias.


    Filósofos y pensadores políticos como diseñadores del espacio


    Las utopías se desarrollaron, como género literario, durante los siglos xvi y xvii, con las diferencias de un siglo que separan a Moro y Bacon. Las propuestas fueron planteadas abordando una serie de tópicos que estaban definidos, en su estructura esencial, por la economía y la política de esas nuevas realidades. (Imaz, 1993) Pero eso no excluye que sus autores se refieran a otros aspectos y detalles en la nueva vida de la sociedad. Entre estos encontramos ideas sobre la ropa de los habitantes, las relaciones sexuales entre ellos, la comida adecuada, el trabajo dentro de la comunidad, el valor del dinero, la religión y la administración del poder. Y en ellas también encontramos, algunas veces, descripciones de ciudades y de los edificios que la conforman: ciudades que quieren ser ideales y perfectas.

    Aunque no siempre ha recibido la atención que merece, esta es una característica que no es de ninguna manera menor en los planteamientos de las distintas utopías. En muchas de ellas hay la conciencia de juntar el sueño de una sociedad mejor a la creación de un nuevo espacio físico: un nuevo urbanismo como ingrediente indispensable de una realidad mejor. Respecto a la obra de Platón o a las descripciones plenas de imagi- nación de los navegantes, se trata de una verdadera innovación. Desde el siglo xvi, las utopías que no tienen lugar se dotan, imaginariamente, de formas espaciales concretas. Como veremos, la ecuación es altamente compleja.

    En muchos casos la localización de las utopías ha sido extrema y cuidadosamente imprecisa. En islas al medio de los océanos más extensos, perdida en desiertos infinitos o aislada por altísimas murallas. Este sentido de aislamiento, como búsqueda de la pure- za, parece perseguirla necesariamente: demasiado contacto con la realidad contaminada terminaría también por pervertirla. El ensueño se construye siempre lejos, al final del mundo, más allá del tiempo.

    En cada caso, antes de abordar y leer las obras utópicas desde la arquitectura, no está demás presentar, aunque sea brevemente, el perfil social y político expuesto en ellas.

    Tomás Moro: Utopía y Amauroto


    Moro publicó en latín su libro Utopía en 1516. Su amigo Erasmo de Rotterdam, humanista y teólogo, supervisó la edición, quien ese mismo año también publicó un texto en la tradición «utópica»: La educación de un príncipe cristiano. Alguna influencia en ellos puede haber de comunidades primitivas cristianas y experimentos comunistas medievales. El libro de Moro se ubica en un momento crucial de la historia europea, entre la Edad Media y la Edad Moderna.

    Desde ese momento aparece en el lenguaje la palabra utopía en todos los idiomas, que hasta entonces no existía. Se ha traducido la palabra como «no hay tal lugar», «lugar que no existe» o «país de ninguna parte»: en el fondo, establece una duda profunda en cuanto a la existencia de un Estado perfecto. Utopía ha quedado como una suerte de modelo ideal. (Servier, 1995)

    Como fruto del Renacimiento, el libro de Moro ha encontrado relaciones con el Nuevo Mundo, en cuanto recogería información de viajeros que acompañaron a Américo Vespucio por las costas de este continente, datos obtenidos en Amberes de un marinero portugués, que en el libro se llama Rafael Hitlodeo. El texto de Moro utili- za, tal vez por eso, la forma de la conversación entre el autor y otros personajes de su entorno como medio para expresar sus ideas. El libro está escrito en los momentos en que Occidente vive los comienzos de su expansión. En ese momento, Europa conocía el Caribe y América Central, pero no gran parte de América del Sur.

    Amauroto, la ciudad capital de esta utopía, consta de una serie de descripciones tanto físicas como sociales, donde las menciones espaciales ganan en importancia y precisión. La conducta dentro de esta ciudad era rígida y controlada permanentemente, con una fe obsesiva en la lectura y el conocimiento, cuidando de no invertir de otra ma- nera los momentos de ocio que dejaba el trabajo: cierto temor en el tiempo libre como germen de la perversión. La utopía no erradica el vicio, trata de limitarlo.

    Esta sociedad ideal incluía sin problemas ni remordimientos la existencia de la esclavitud, lo que constituye una característica singular. Al parecer, las utopías del xvi eran consideradas no para toda la población y la existencia de esclavos una necesidad indispensable para efectuar tareas repugnantes, como la matanza de animales, por ejemplo. Justifica también la conquista en la medida que una nación puede invadir otra cuando esta no explota eficientemente sus tierras y sus recursos naturales. Sin duda, son puntos en contra para una sociedad que quiere ser perfecta. El sistema político de Utopía parece «democrático», con un gobernante que debería ser sabio, según el ideal platónico. La sociedad está bien organizada, con el objetivo de reducir el trabajo físico y dedicar la mayor cantidad de tiempo al cultivo del alma. En el fondo, los planteamientos de Moro están inclinados a defender los beneficios del colectivismo, sin descartar el valor del individualismo. Durante siglos se ha discutido como este libro,

    concebido para un momento particular en la historia de Inglaterra, puede ser al mismo tiempo una crítica, una receta, un lamento o una sátira. Con el paso del tiempo, Utopía se ha ido cargando de significados y es, en el fondo, un ejercicio especulativo, lleno de ambigüedades pero también de promesas y esperanza.

    La descripción física que hace Tomás Moro de su utopía es, a diferencia de otros, bastante precisa. El libro de Moro, en las ediciones que siguieron a la primera versión, vino acompañado de un grabado encargado a Hans Holbein que sirvió de frontispicio a su obra. Se puede ver, en dicha imagen, la isla que describe Moro con un río curvo y cerrado al interior, urbanizada de manera ordenada y, sobre todo, aislada en medio del mar. Se ha convertido con los siglos en la imagen icónica del utopismo, aún sin dete- nerse en detalles y ofreciendo, apenas, una vista panorámica de la isla.

    En la descripción de Moro, Utopía es una isla que en su parte intermedia tiene una anchura de 320 kilómetros, con forma de media luna y una bahía que favorece la defensa. La isla está dividida en 54 ciudades-Estado, la más próxima a 38 kilómetros de su vecina y la más lejana a un día de camino, todas espaciosas, magníficas e idénticas. Amaurota, la capital, está situada hacia el centro, sobre el río Anhidris: la ciudad-niebla sobre el río sin agua. Los nombres que utiliza el autor sirven para sugerir y ocultar, con denominaciones que resultan contradictorias. (Navarro, 2016, p. 22)

    Todas las ciudades son iguales, la estructura de una se repite en todas. La jerarquía de la capital amurallada no está dada por su forma o tamaño: está dada por su ubi- cación central y servir de reunión a los delegados para tratar los asuntos comunes de toda la isla. Las ciudades son de forma cuadrada, circundada por una alta muralla con torres. Las 6000 familias están distribuidas en cuatro zonas o distritos iguales y en el centro de cada uno se ubica el mercado. Tienen, a su vez, cuatro hospitales y salas de reunión. Cada ciudad tiene jurisdicción sobre una determinada extensión de territorio, 32 kilómetros, por lo que se trata de ciudades-región, un híbrido de ciudad y campo. Señalemos que hacia 1595 Abraham Ortelicus, importante cartógrafo flamenco, ela- boró un mapa de Utopía donde expresa a través de un grabado la distribución de ríos, montañas y ciudades en la isla donde se ubica la sociedad perfecta.

    «Conocer una de sus ciudades es conocerlas todas, hasta tal punto son semejantes entre sí, en cuanto a la naturaleza del lugar lo permite.» (Moro, 1993, p. 78) De todas, Amauroto cumple las funciones de una capital. Se encuentra en la ladera de una colina, es casi cuadrada, de 3 kilómetros de lado, delimitada por un muro grueso y alto. Las calles son adecuadas para los carruajes, 6 metros de ancho, constituida por casas alineadas de tres pisos que conforman un conjunto compacto. Tienen puerta a la calle y jardín trasero, cuidado y fértil, que en realidad es un huerto posterior, los tejados planos están cubiertos de un material aislante y las ventanas tienen cristales. Eran, finalmente, casas a lo largo de calles rectilíneas y bien ventiladas. Nada es privado y las casas rotan de usuario a los diez años. (Moro, 1993, pp. 79-80)

    Las ciudades de utopía son uniformes en diseño y aspecto. Las casas de cubierta plana, están hechas de piedra o ladrillo y tienen tres pisos, con exuberantes jardines detrás. El cultivo de estos jardines era uno de los grandes placeres de los utopianos; la imagen del jardín como espacio utópico se haría después aún más vigorosa. No se permite a las familias individuales acumular riqueza: las casas se cambian por sorteo cada diez años. (Claeys, 2011, p. 62)


    En lo que concierne a su organización social, cada unidad doméstica era una pequeña industria. La tecnología agrícola asegura la producción que la población necesita, incluso logran generar pollos en cantidad con el uso de incubadoras. En cada calle hay un pabellón donde hay un magistrado que dirige a 30 familias, de 10 a 16 personas cada una. En este pabellón se reciben los alimentos principales. Los hospitales estaban fuera de las murallas. Las personas pasaban el tiempo libre en bibliotecas, podían preparar sus alimentos en casa, pero lo razonable era acudir a los comedores cercanos. La vida transcurre pacífica, dentro de un ámbito de proporciones medianas. «El hecho de estar cada uno bajo la mirada de los demás oblígales sin excusa a un diario trabajo o a un honesto reposo.» (Moro, 1993, p. 91)

    De la descripción de Utopía y de sus formas espaciales podemos extraer algunos comentarios. Es indudable que Moro innova con respecto a obras anteriores (de Platón hasta el Edén), tanto en lo que concierne a precisiones acerca de la organización social como en lo que respecta a las formas espaciales. Pero el análisis no puede limitarse a constatar esta distinción. Bien vistas las cosas, Moro propone una reconstrucción de los lazos sociales y de su organización que se presenta como una alternativa y una inversión de las relaciones sociales jerárquicas que observa a su alrededor. Nada tan audaz aparece en su concepción de las formas espaciales. Más allá del imperio geométrico que propone

    —y que tenía antecedentes urbanos en el modelo romano o en algunas ciudades ideales del Renacimiento—, su descripción de las calles y casas de Amaurota no tiene gran originalidad. La articulación entre vida citadina y huertos nos plantea un híbrido de campo y ciudad, como los que podían existir. Paradójicamente, leyendo a Moro, se puede «ver» Amaurota en la medida que su descripción se asemeja a experiencias previas en urbanismo. O sea, a pesar de las precisiones introducidas, las formas espaciales no destacan en su pensamiento utópico: la concepción del espacio muestra limitaciones frente a la imaginación social y política.


    Johann Valentin Andreae: Cristianópolis


    Andreae pinta el cuadro de una ciudad cristiana: Cristianópolis, de 1619, es su propues- ta más profunda, su formulación mejor lograda como humanista y luterano. (Andreae, 1996) Los habitantes de su utopía imponen sus impulsos creativos sobre la ambición,

    el trabajo es la condición fundamental de la existencia. La propiedad de casas y bienes es de la comunidad.

    Cristianópolis ocupa un valle dentro de una isla, rico en plantas y animales. La ciudad se estructura sobre un sistema comunitario. Es una ciudad muy pequeña, de forma cuadrada, de setecientos pies por lado, para cuatrocientos habitantes que viven en paz, con gran religiosidad. El área urbana corresponde, aproximadamente, a cuatro hectáreas. La ciudad tiene cuatro baluartes en las esquinas y un muro que la rodea, orientada a los puntos cardinales, con una sola calle pública y una sola plaza. Las ca- sas están dispuestas en dos filas, con dos más para las sedes de gobierno y almacenes. (Mumford, 2013, p. 89)

    Todos los edificios en la ciudad tienen tres pisos, toda ella no es ni lujosa ni pobre. Las tres partes de la ciudad están dedicadas a la provisión de alimentos, la instrucción unida al ejercicio y, finalmente, la contemplación. La importante zona dedicada a la educación contiene escuelas, salones, talleres y laboratorios. El autor presta atención a los espacios necesarios para la educación y la investigación, como un rasgo decisivo en la ciudad. El resto de la isla se destina a campos de cultivo y talleres. Fuera de la ciudad, se dispone la zona industrial, separando lo que hoy denominamos industria ligera y pesa- da. El progreso industrial de Cristianópolis está en relación a la investigación científica. En esta utopía, las casas tienen 12 metros de fachada y entre 4 y 7 metros de profun- didad. Es lo inverso a las maneras en las que se acostumbra urbanizar, donde el frente del lote es casi siempre más pequeño que el fondo. No es un rasgo menor. Como el resto de los aspectos físicos descritos de Cristianópolis, la ciudad, en continuidad con la utopía social y política que la anima, pareciera privilegiar más la visibilidad de los individuos hacia los otros que su reclusión o privacidad. Además, el autor quiere garantizar aire y luz natural a las viviendas. En cada una de ellas viven una pareja con los hijos que no hayan alcanzado edad escolar: a los seis años los niños pasan a cargo de la comunidad. La casa, aún con jardín, es algo reducida, con tres habitaciones, baño, dormitorio y cocina. Las calles tienen pasajes cubiertos para protegerse de la lluvia. No hay servicio doméstico,

    hombres y mujeres comparten los quehaceres del hogar. (Mumford, 2013, pp. 95, 96)

    El centro de la ciudad lo ocupa un gran templo circular, cuya imagen se insinúa parecida a la del Panteón romano o semejante a alguna iglesia de planta central del Renacimiento. En algunas ilustraciones ha sido representada como una torre circular, más alta y alargada. Se trata de una inmensa sala de reunión, a la que se asistía obligatoriamente, cuyo tamaño en relación a la pequeña ciudad resulta monumental.

    Con Cristianópolis es posible señalar una nueva función, esta vez de índole crítica, de las formas espaciales en la tradición utópica. Basta con ver la descripción del espacio para entender cierta contradicción en el proyecto: por un lado, la ciudad, de muy pequeña talla y población, está organizada para lograr una vida cristiana virtuosa; por otro lado, en claro contraste con el carácter irrevocablemente personal de la salvación del

    alma, la ciudad se estructura tratando de abolir todo espacio de iniciativa personal. En el fondo, es la trama misma de la ciudad y su organización social, la que debe asegurar la salvación de todos y de cada uno. La responsabilidad moral de cada cristiano ante la eternidad tras el juicio final se traslada a una ciudad que, en sus formas espaciales, se presenta como un gran convento o un mundo en miniatura. Alrededor de ella, los campos de cultivo y la naturaleza.


    Tomás Campanella: La Ciudad del Sol


    Campanella publicó en latín La ciudad del sol en 1623, escrita esencialmente en la ciudad de Nápoles, varios años antes. Es decir, existía el manuscrito antes que Andreae escribiera Cristianópolis. Desarrolla la idea de una república fundada sobre una comu- nidad basada en el conocimiento de la naturaleza, una sociedad organizada de estilo conventual. Hay en su texto, escrito en forma de diálogo, una fuerte vocación científica, soñando con el poder de los grandes inventos mecánicos en el desarrollo de la humani- dad y la constitución de una vida mejor. Algunas observaciones y propuestas técnicas habían sido anticipadas por Leonardo da Vinci.

    Las reflexiones finales sobre la propiedad de los bienes, sean estos públicos o pri- vados, ocupa gran extensión en el libro. El monje italiano se inclina a un régimen comunitario, de fuerte convivencia y unidad, ligado a ideales platónicos. La propiedad colectiva de la tierra es una de las características de la nueva ciudad. Se ha insinuado que la información proveniente del gobierno de los incas podría haber tenido influencia en su obra, que incluso guarda relación con la organización de comunidades jesuíticas en América. Lo cierto es que el sol representa la luz y la claridad en muchos pueblos que lo han adorado como germen de vida.

    A diferencia de otros libros utópicos, la descripción de la ciudad que realiza el personaje encarnado en un almirante genovés es lo primero que aparece en el texto. «En el centro de una vastísima llanura, surge una elevada colina sobre la cual descansa la mayor parte de la Ciudad.» (Campanella, 1993, p. 143)

    La Ciudad del Sol se encuentra atravesando un denso bosque, se ubica sobre una colina y está constituida por siete círculos concéntricos, que la cierran al exterior. La ciudad tiene un diámetro de 2 a 3 kilómetros y más de 11 kilómetros el recinto comple- to. Los siete anillos tienen los nombres de siete planetas, con cuatro puertas orientadas a los puntos cardinales. Las murallas están decoradas con un resumen de los logros de la humanidad a través de los siglos, muros cubiertos de leyes y pinturas. Los murales son una manera de difundir las ciencias a la población. En la medida que uno traspasa los anillos va ascendiendo la colina. Es una versión de ciudad amurallada llevada a su máxi- ma expresión, los anillos y la forma de la colina la convierten en un lugar inexpugnable: la lógica defensiva determina su ubicación y su diseño.

    La arquitectura que llega a describirse es propia del mundo antiguo, con elementos característicos del pasado: arquerías y pilastras, galerías y claustros, cúpulas y bóvedas. Se menciona el mármol, como importante material de construcción.


    Desde allí se contemplan inmensos palacios, unidos tan estrechamente entre sí a lo largo del muro del segundo círculo que pueden decirse que forman un solo edificio. A la mitad de la altura de dichos palacios surge una serie de arcadas que se prolongan a lo largo de todo el círculo, sobre la cual hay galerías y se apoyan en hermosas colum- nas de amplia base que rodean casi totalmente el subpórtico, como los peristilos o los claustros de los monjes. Por abajo, únicamente son accesibles por la parte cóncava del muro interior. Por ella se penetra a pie llano en las habitaciones inferiores, mientras que para llegar a las superiores hay que subir por escaleras de mármol que conducen a unas galerías interiores. (Campanella, 1993, p. 144)


    En la cima del conjunto se levanta un templo circular coronado por un domo que representa el cielo estrellado y también al sol. El domo descansa sobre columnatas y ga- lerías gigantescas, constituyendo una obra monumental. El grandioso templo se insinúa como una ciudad - palacio de matriz única, una recreación de la bóveda celeste.

    Allí gobierna teocráticamente Hoh, el Sol. Con él, otros gobernantes llamados Poder, Sabiduría y Amor.

    A este templo dedica Campanella prácticamente todas las descripciones arquitec- tónicas de su libro. (1993, pp. 145-150) El resto de su utopía no tiene gran desarrollo espacial. Más allá de las primeras páginas en las que se describe el territorio, la ciudad y el gigantesco templo redondo, el autor se dedica luego a otros temas con pocas referen- cias al espacio, diluyéndose las referencias urbanas y arquitectónicas en el texto.

    En el aspecto morfológico, la ciudad podría interpretarse como una reproducción, en la tierra, de una representación del universo. El mundo terrestre debe organizarse como reflejo del mundo celeste. Campanella se detiene en la descripción de la ciudad, en la organización geométrica de los anillos, más que en formas espaciales concretas. La estructura de la ciudad (a imagen y semejanza del universo) está en la misma des- cripción de La Ciudad del Sol, no así las formas de las moradas y, tras ello, las maneras concretas de habitar los espacios.


    Francis Bacon: Nueva Atlántida


    Nueva Atlántida, de 1627, es una de las obras más conocidas de Bacon, cuyo título es muy ilustrativo: una versión renacida de la Atlántida de la que habló Platón en el Ti- meo. Pero el sueño de Bacon no insiste en la leyenda de los atlantes sino que se escapa de América, partiendo del Perú, en la búsqueda de una nueva Atlántida. El continente

    encontrado por los europeos ya no lo satisfacía como utopía y quiso hallarla en una in- cierta isla del océano Pacífico. Dentro de las propuestas utópicas, la de Bacon contiene ingredientes científicos.

    La Nueva Atlántida de Francis Bacon está en la isla de Besalem, cruzando el Mar del Sur, incomunicada del mundo. Hasta allí llegaron, de forma angustiosa, los expedicio- narios del relato literario y fueron alojados en la Residencia de Extranjeros, un espacioso edificio, donde pasaron el tiempo necesario para restablecerse.

    Luego de enterarse de los orígenes de la sociedad que habita Besalem, fueron ins- truidos sobre el lugar más importante de la isla, el faro del reino, el centro de la comu- nidad: se trata de la Casa de Salomón, que tiene por objetivo el pleno desarrollo del conocimiento.


    Dios te bendiga, hijo mío: voy a darte la joya de más valor que poseo, pues por el amor de Dios y de los hombres voy a revelarte los secretos de la Casa de Salomón. /…/ El objeto de nuestra fundación es el conocimiento de las causas y secretas nociones de las cosas y el engrandecimiento de los límites de la mente humana para la realización de todas las cosas posibles. (Bacon, 1993, p. 263)


    El enorme complejo cuenta con laboratorios excavados en las faldas de las colinas y observatorios con «altas torres, las mayores de más de media legua de altura» (p. 264) una medida que los edificios no han podido alcanzar en los cuatro siglos posteriores. Hay talleres, estaciones agrícolas experimentales, laboratorios farmacológicos y otros edificios para la experimentación de sonidos, luces, olores y sabores. Algunos elegidos dirigen en este lugar el trabajo de observar y desarrollar las ciencias, las artes y las técnicas. Los adelantos materiales que aquí se realizan están orientados a mejorar la existencia humana, en todas sus manifestaciones. La extensa descripción de la Casa de Salomón ocupa varias páginas del libro, en las que se exponen los objetivos, instrumentos, funciones y ritos del lugar (pp. 262-273). El final del libro es abrupto y la historia de los expedicionarios en la remota isla no llega a completarse.

    Con esta utopía el espacio se dota de una nueva función. La descripción nos hace pensar en un extenso territorio que ha sido modelado y manipulado con fines científicos, con profundas cuevas, altísimas torres, lagos y manantiales artificiales, huertos y jardines, parques y corrales. Los grandes edificios hacen pensar en laboratorios donde se desarrollan las ciencias, fábricas para la elaboración de nuevos y mejores alimentos, talleres de diversos productos y objetos, complejos para la fabricación de máquinas e instrumentos de toda índole. En la Casa de Salomón se producen, nada menos, nuevas especies animales y ve- getales, cruces e injertos, algo que hoy llamaríamos inventos genéticos.

    Aunque los detalles que ofrece Bacon de los edificios son exiguos, no por ello debe- mos desestimar la novedad que su obra introduce. La imprecisión a la hora de describir

    las formas espaciales (a pesar de la singularidad de inscribir formas dentro de colinas o aprovechar la altura de estas para construir torres) contrasta con la funcionalidad espe- cífica que le asigna a ciertos espacios, sobre todo a aquellos que podríamos asociar con

    «laboratorios». En el fondo, la utopía de Bacon se organiza en torno a una proliferación de lugares científicos, verdadera anticipación de las tecnociencias del siglo xx, donde se inventaría el futuro. Pero esta especificidad funcional esconde la ausencia de una pro- funda y verdadera reflexión por las formas espaciales y urbanas.


    Conclusiones


    Es importante tomar conciencia del siglo que separa la publicación de la Utopía de Moro (1516) con La Nueva Atlántida de Bacon (1627). Moro, como Erasmo o Mon- taigne, vive y se enfrenta a un siglo marcado por las guerras de religión y por la impo- sibilidad de zanjar, a cabalidad, cuál de las tres grandes religiones del libro (cristianos, musulmanes y judíos) ostenta la verdad. Un siglo más tarde, ya en el xvii, va a im- ponerse progresivamente una nueva forma de conocimiento científico cuya principal virtud y pretensión será justamente la de poder, en nombre de un acceso privilegiado a la realidad objetiva, zanjar las controversias. Como Stephen Toulmin (2001) lo ha dicho, la ciencia es la política de la certidumbre que el siglo xvii necesitó para romper con las guerras de religiones del siglo anterior. No es anodino: con Bacon y la impor- tancia que le otorga a los laboratorios como lugar de producción del futuro, se intuye el pleno tránsito hacia sociedades modernas, más tarde industriales. De alguna manera, con Bacon aparecen problemáticas que serán decisivas en las utopías industrializadoras del siglo xix.

    El balance de las grandes utopías modernas occidentales del periodo renacentista es, leído desde el espacio y aún más desde las formas arquitectónicas, moderado. Es decir, no parece ser el espacio el interés principal de estos autores.

    En los relatos de los descubridores y conquistadores del «nuevo mundo», muchas veces, las consideraciones espaciales estuvieron ausentes o bien fueron sistemáticamente envueltas en diversas fabulaciones, muchas ellas de inspiración mitológica. Sin embargo, es imposible desconocer la función que cumplió este momento histórico: si Europa no encontraba América en su viaje al oeste, es posible pensar que nunca habrían nacido las utopías renacentistas, esa mezcla portentosa e indescifrable de ensueños, temores y proyecciones.

    Por otro lado, la atención que recibe la descripción social de los «no lugares», es lo más resaltante del pensamiento utópico. En ellas, las descripciones hechas sobre la organización social son amplias y profundas, a diferencia del espacio, lo que testimonia ciertas limitaciones de los autores utópicos a la hora de pensar concretamente «otros mundos». A excepción de Moro, las formas arquitectónicas en Campanella, Andreae o

    Bacon, desde perspectivas distintas y razones disímiles, develan escasa precisión espacial, constituyendo descripciones vagas o poco articuladas.

    Como lo hemos evocado, en Moro las formas espaciales están regidas por la geome- tría, testimonio de una organización colectiva, con casas alineadas en calles rectilíneas que privilegian la ciudad como conjunto; en Andreae, las formas espaciales de una ciudad de escala tan pequeña no permite visualizar mayores aportes; con Campanella la utopía reproduce a nivel de un plan urbano un plan celeste imaginario, con varios siglos de existencia: un mundo encerrado y adornado de pinturas; con Bacon las formas espaciales se diluyen en una funcionalización productiva y científica de los espacios, que no logra fijar en toda su complejidad arquitectónica.

    En ellos, la lectura desde el espacio revela, mejor que muchas otras estrategias de análisis, los límites imaginativos de las utopías. Si muchas veces se ha criticado a las utopías renacentistas por sus tendencias «totalitarias», por su voluntad de alejar, encerrar y cuadricular la experiencia humana, una lectura de las mismas desde los espacios proyectados arroja una interpretación crítica distinta del imaginario utópico: frente a propuestas concretas de organización social y modos ideales de vida, hay en sus autores cierta dificultad y vaguedad en la descripción de formas arquitectónicas y urbanas.


  3. Colofón


Autores europeos, a lo largo del siglo XVI, insinuaron de distintas maneras que el paraí- so podía ubicarse en el continente americano. Dichas obras coincidían, también, en el hecho de valorar una naturaleza pura y desbordante y de invisibilizar a sus habitantes. En 1650, el abogado y bibliófilo español Antonio de León Pinelo, judío converso, trató de demostrar en su libro El Paraíso en el Nuevo Mundo la ubicación del paraíso en la selva amazónica del Perú. (León Pinelo, 1943)

El mestizaje y una visión particular de la historia habían dado frutos tempranos en obras como las de Guamán Poma de Ayala o del Inca Garcilaso de la Vega. En el siglo xvii nuevas y más voces aportan a la interpretación de la realidad americana, como el libro de León Pinelo. Lo escribió radicado en Perú, asumiendo la realidad americana como propia, por lo que podríamos considerarlo un discurso reivindicativo y criollo. El libro no cuestiona el orden colonial ni el poder imperial, pero comienza a dar cuenta de América como un continente que no es inferior a Europa. Algo parecido fue enunciado por el jesuita portugués Simao de Vasconcellos respecto a Brasil. (Hurtado, 2018)

En la obra de León Pinelo, ciertos reparos aparecen a las formas como se ejerce el poder en el nuevo continente. Un texto erudito, compuesto de 5 libros, donde intenta demostrar, sobre narrativas de viajeros y opiniones de autores, que el paraíso está en las Indias Occidentales. Es decir, sostiene la superioridad de América en tanto tuvo que ser

escogida para contener el paraíso, donde la calidad y generosidad de sus condiciones naturales la hacen superior a otras partes del mundo. Esto lo lleva incluso a proponer una historia diferente: puesto que Adán y Eva vivieron en las tierras del Bajo Perú, América es en realidad el «viejo mundo», una primera humanidad que fue destruida por el diluvio y que hace por ende de Noé el verdadero Cristóbal Colón de lo que, según Pinelo, no es sino el «nuevo mundo» con respecto al paraíso original en tierras americanas.

Habiéndose escrito desde América, resulta un decisivo cambio de perspectiva y de atención, que busca que el continente ingrese en las creencias de la sociedad europea. El pensamiento que aquí se expone se profundizará, con mayores implicancias ideológicas, en los intelectuales criollos durante el siglo xviii. Una periferia que irá reconociéndose, cada vez más, como original, propia y particular.


Referencias


AA.VV. (1989). La ciudad hispanoamericana. El sueño de un orden. Madrid, España: CEHOPU, MOPU.

Andreae, J. V. de (1996 [1619]). Cristianópolis. Madrid, España: Akal.

Bacon, F. (1993). Nueva Atlántida. En: Moro / Campanella / Bacon. Utopías de Renacimiento.

México, México: Fondo de Cultura Económica.

Campanella, T. (1993). La Ciudad del Sol. En: Moro / Campanella / Bacon. Utopías de Renacimiento. México, México: Fondo de Cultura Económica.

Claeys, G. (2011). Utopía. Historia de una idea. Madrid, España: Ediciones Siruela.

Colón, C. (1995) Textos y documentos completos (Edición de Consuelo Varela). Madrid, España: Alianza Editorial.

Colón, C. (2011) Los cuatro viajes. Testamento. (Edición de Consuelo Varela). Madrid, España: Alianza Editorial.

Hurtado Ruiz, P. (2018). El paraíso terrenal en América. La función política del mito del paraíso en la América colonial. Siglos xvi y xvii. Lima: Universidad Ricardo Palma.

Imaz, E. (estudio preliminar) (1993 [1941]). Moro / Campanella / Bacon. Utopías de Renacimiento.

México: Fondo de Cultura Económica.

León Pinelo, A. de (1943) El Paraíso en el Nuevo Mundo. (Edición de Raúl Porras Barrenechea).

Lima: Concejo Provincial. Comité del IV centenario del descubrimiento del Amazonas.

Moro, T. (1993). Utopía. En: Moro / Campanella / Bacon. Utopías de Renacimiento. México: Fondo de Cultura Económica.

Mumford, L. (2013 [1922]). Historia de las utopías. La Rioja, España: Pepitas de calabaza ed.

Navarro, M. I. (2016). Utopías: lugares y no lugares en la construcción visual de la utopía. En: xiv Coloquio Internacional de Geocrítica. Las utopías y la construcción de la sociedad del futuro Barcelona, España: Universitat de Barcelona, 2-7 de mayo de 2016.

O’Gorman, E. (1984 [1958]). La invención de América. Investigación acerca de la estructura histórica del Nuevo Mundo y del sentido de su devenir. México: Fondo de Cultura Económica. Pigafetta, A. (1922). Primer viaje en torno del globo. (Edición de Federico Ruiz Morcuende).

Madrid, España: Calpe.

Servier, J. (1995 [1979]). La Utopía. México, México: Fondo de Cultura Económica. Toulmin, S. (2001 [1991]). Cosmópolis. El trasfondo de la modernidad. Barcelona, España:

Península.

Vázquez, F. (1987). El Dorado: Crónica de la expedición de Pedro de Ursúa y Lope de Aguirre. (Introducción y notas de Javier Ortiz de la Tabla). Madrid, España: Alianza Editorial.

Vespucci, A. (1986). El nuevo Mundo. En: Cartas de viaje. (Introducción y notas de Luciano Formisano). Madrid, España: Alianza Editorial.