10.31381/iusinkarri.v11n12.5283

Artículos de investigación

María Josefa Trinidad Enríquez Ladrón de Guevara (1846-1891): la construcción intelectual de la primera abogada peruana

María Josefa Trinidad Enríquez Ladrón de Guevara (1846-1891): The intellectual construction of the first female Peruvian lawyer

Gladys Flores Heredia

Universidad Ricardo Palma, Lima, Perú

Contacto: gladys.floresh@urp.edu.pe

https://orcid.org/0000-0001-7515-6905


Resumen

El presente artículo está centrado en la figura de la primera abogada peruana: María Josefa Trinidad Enríquez Ladrón de Guevara; por ello, se presentarán y se explicarán algunos de los momentos significativos de su experiencia vital que le sirvieron para construir su imagen como intelectual peruana en el campo del derecho.

Palabras clave: María Josefa Trinidad Enríquez; educación; acceso a la universidad; derecho; construcción intelectual; abogada.

Términos de indización: educación; acceso a la educación; universidad; derecho; profesión jurídica (Fuente: Tesauro Unesco).


Abstract

This article focuses on the figure of the first Peruvian female lawyer: María Josefa Trinidad Enríquez Ladrón de Guevara. Therefore, it will present and explain some of the significant moments of her life experience that served to build her image as a Peruvian intellectual in the field of law.

Key words: María Josefa Trinidad Enríquez; education; access to university; law; intellectual construction; lawyer.

Indexing terms: education; access to education; universities; law; legal profession (Source: Unesco Thesaurus).


A la memoria del Dr. Carlos Ramos Núñez, probablemente el último peruano apasionado del derecho y la literatura.

1. Introducción

Cuando se estudia el proceso de inserción de la mujer en el campo del derecho, se suelen considerar las primeras décadas del siglo XX como las de la apropiación femenina del campo universitario, y con ello el inicio de la profesionalización en la carrera de derecho. Augusto Bernardino Leguía y Salcedo promulgó el 7 de noviembre de 1908, durante su primer mandato, la Ley n.o 801, cuyo artículo único dice:

Las mujeres que reúnan los requisitos que la ley exige para el ingreso a las universidades de la república serán matriculadas en ellas cuando así lo soliciten, pudiendo optar los grados académicos y ejercer la profesión a que se dediquen.

Se desprende de esta normativa no solo el reconocimiento del derecho de la mujer para estudiar una carrera universitaria, sino también el permiso para que, a través de la formación universitaria, se puedan insertar en la vida académica y profesional mediante la obtención de grados universitarios. Resulta importante comprender que este marco legal no acontece espontáneamente, pues tiene fuerzas humanas que la hacen posible. Una de estas la promueve la intelectual cusqueña María Josefa Trinidad Enríquez Ladrón de Guevara (1846-1891). En el presente artículo se desarrollarán algunos de los momentos de su experiencia social y personal que construyeron su perfil intelectual, y que le hicieron merecer el reconocimiento, aunque no formalmente, de primera abogada de la historia del derecho peruano.

2. Escenas de la vida familiar y la formación intelectual

María Josefa Trinidad Enríquez Ladrón de Guevara nació el 5 de junio de 1846 en Cusco. Según Ramos y Baigorria (2018), fue hija «de la unión no formal de doña Cecilia Ladrón de Guevara y Castilla, una acaudalada terrateniente cuzqueña de cepa republicana y lejano pero cierto ascendente inca, y de don Marcelino Enríquez, oscuro comerciante de quien quedan escasos rastros biográficos» (p. 171). Lo cierto es que su familia materna descendía de la nobleza inca y la burocracia colonial cusqueña; entre sus propiedades figuraban las haciendas Yanahuara y Media Luna, ubicadas en el valle de Urubamba (Cornejo, 1949, p. 255). María Josefa, en otras palabras, «fue hija de una naciente aristocracia regional republicana. Parte de una familia que logró acumular importantes recursos económicos. Una dama de sociedad» (Glave, 1997, p. 10).

Cabe aclarar que abundan reseñas biográficas sobre Trinidad Enríquez donde es idealizada, acaso producto de la información imprecisa que sobre ella circulaba hacia fines del siglo XIX, la cual fue complementada y adornada con impresiones halagadoras, especialmente respecto a su abolengo y sus primeros años. Uno de los datos debatidos fue la fecha de su nacimiento.

El 11 de julio de 1891 se publicó una nota anónima en El Perú Ilustrado, donde se afirmaba que Trinidad había nacido en 1848 y ese año fue repetido en posteriores textos, pero Ramos y Baigorria (2017) confirmaron que el correcto era 1846; no obstante, el dato erróneo aún se reproduce en algunas publicaciones sobre la vida de esta singular luchadora por la causa femenina.

Otro suceso resaltante es que cuando tenía cinco años visitó Lima durante un breve período; diversos autores coinciden en que en las tertulias familiares, tanto limeñas como cusqueñas, demostró una gran fascinación por el ajedrez y el arte (García y García, 1925; Salas, 1954); además, ensalzan su «precoz inteligencia» (Cornejo, 1949, p. 257) y «naturaleza despierta» (Portal, 1980, p. 1).

En 1853 Trinidad Enríquez ingresó al Colegio Nacional de Educandas del Cusco, creado por el Libertador Simón Bolívar mediante el decreto dictatorial del 8 de julio de 1825, y cuya directora era, a la sazón, Antonina Pérez. Según precisan los biógrafos, fue una alumna ejemplar y con decidido espíritu de servicio; por ello, cuando apenas era una adolescente se le concedió la oportunidad de laborar como maestra en dicha institución (1865-1869). En uno de los registros de su colegio, aparece su nombre como profesora del curso de Geografía, «asignatura que impartirá hasta alrededor de 1869» (Ramos y Baigorria, 2018, p. 172). En esa etapa, logró «hacer de sus alumnas las mejores profesoras, entre las cuales se distinguió la notable escritora Clorinda Matto de Turner1» (García y García, 1925, p. 499), quien fue su discípula predilecta y habría recibido «de su maestra las primeras luces de solidaridad social y de emancipación de la mujer» (Portal, 1980, p. 1).

La acomodada economía de la familia Ladrón de Guevara le facilitó múltiples oportunidades culturales y educativas: clases particulares de letras y ciencias correspondientes a la instrucción media, y una muy variada biblioteca en la cual pasaba largas horas leyendo literatura, historia y filosofía, etc., de modo que revisó los postulados de los principales pensadores ilustrados (especialmente Rousseau y Montesquieu), así como comprendió las causas y las consecuencias de la Revolución francesa (1789), entre otros eventos donde con la suma de fuerzas se lograba transformar la sociedad. Sobre el origen del patrimonio bibliográfico y la formación intelectual se precisa:

Las fantasmagorías de un tío carnal, visionario y fastuoso dotaron a la casa de una desbordante cantidad de libros encargados a Europa, lo que permitió a las hermanas Enríquez (pues eran tres) encontrarse al corriente de los más recientes descubrimientos de la ciencia política europea y una amplia familiarización con las doctrinas más en boga de los pensadores y tratadistas de la época. Siguiendo las costumbres de las familias acomodadas del Cuzco, hacia mediados del siglo pasado, la caja del hogar remuneraba con creces las lecciones particulares de profesores a domicilio, doctos en diversas materias del saber humano. Profesores de idiomas, de geografía, de matemáticas, de música, de baile, de dibujo, maestras de bordado, en fin. (Samanez, 1924, p. 121)

Este acceso privilegiado al conocimiento, en el marco del proceso formativo, es importante de justipreciar, pues podría hacernos pensar que el saber adquirido orientaría el interés hacia Europa y otras realidades sociohistóricas. En el caso de las hermanas Trinidad, Ángela y Fernanda, dicho saber les sirvió para buscar comprender la historia nacional, es decir, instalar su pensamiento en los problemas que acontecían en su contexto inmediato; asunto que las invitaba a reflexionar sobre los fundamentos y cómo podrían intervenir en su realidad para resolverlos. La visión que ellas se construyeron no es eurocéntrica, por el contrario, conocían de cerca las penurias y las terribles dificultades que sufría la población indígena. Para Trinidad y sus hermanas, los constantes viajes que realizaban a las haciendas que poseía su familia enriquecerían su comprensión de las condiciones en las que supervivían los indígenas. Jorge Cornejo (1949) esboza, con un aliento triste y lírico, la visión de las niñas como testigos de la condición humana andina:

En estas «temporadas», las niñas observarían la vida desgraciada y triste de los indios colonos; se empaparían de sus tradiciones, supersticiones y leyendas; llorarían con ellos el recuerdo de pasadas grandezas, trocadas en pesadas cadenas de despotismo y miseria; verían, cada semana, partir a los «pongos» a la ciudad, llevando su propia y mísera comida, para dormir tras el portón, en el zaguán, sobre las frías lozas del suelo, disputándose con los perros los huesos de la mesa del señor y sufrir los insultos, menosprecios y rigores de todos los miembros de la casa y de los vecinos, pero, debiendo servir a todos, sin protestar de nada, ni de nadie, sin recibir pago alguno, siendo responsable de todo; levantarse a las 4 de la madrugada a prender fuego en la cocina, con la «taquia» que él mismo había llevado, en pesado saco, a su espalda, desde la lejana finca y acostarse cuando ya todos dormían, debiendo estar atento a cualquier llamado nocturno. (p. 256)

Estas experiencias sobre la organización y la vida en la sociedad rural, completamente contrapuestas a la vida en la ciudad, son las que forjaron una particular sensibilidad en el espíritu de la joven Trinidad, al tiempo que acentuaron su solidaridad y su sentido de la justicia, virtudes que serían determinantes en su posterior activismo educativo y su defensa de los derechos de las mujeres, los indios y los obreros, todo ello impulsado también por sus reflexivas lecturas de los ilustrados franceses y de Flora Tristán (1803-1844).

3. Acciones de transformación de la realidad social

En 1870, a los veinticuatro años, en un claro gesto de mujer ilustrada, consciente del rol fundamental de la educación para el progreso nacional, fundó en su propia casa el Colegio Superior, donde se impartía instrucción primaria y media. Se trataba de una institución inclusiva en el sentido de que admitía a niñas y adolescentes huérfanas o carentes de recursos económicos. Los cursos más llamativos de la malla curricular eran «Derecho Natural, Civil y Romano, Filosofía, Lógica y Matemáticas Superiores» (Ramos y Baigorria, 2018, p. 172); mientras que los más comunes, «caligrafía práctica, forma de letra inglesa y gótica, costura, bordado, tejido y demás obras de mano, arte de costura y modista» (Glave, 1997, p. 69). La sociedad cusqueña se asombró del carácter laico de la institución, ya que en la plana docente no figuraba ningún religioso; este hecho de clara postura de pensamiento ilustrado y liberal, le habría generado la antipatía de los sectores conservadores (Salas, 1954, p. 13), que veían la educación, más bien, como una institución que contribuía al mantenimiento del statu quo de la sociedad, y que si concebían la educación de la mujer, solo era como posibilidad para optimizar sus funciones maternales y maritales en el espacio doméstico de la casa familiar. Para Enríquez, la educación debía servir para empoderar a quienes margina el sistema social. La educación debe transformar la realidad social de la mujer. Por ello, su iniciativa educativa preparaba a las alumnas para que postulen a la universidad, pese a que todavía no estaba permitido su ingreso.

Así como la propuesta educativa de Enríquez se orientaba hacia las niñas, las adolescentes huérfanas o carentes de recursos económicos, estaba convencida de la importancia de empoderar también a los obreros. Se trata de una iniciativa que buscaba dotar de «capital cultural» (Bourdieu, 1988), esto es, de conocimientos y habilidades técnicas, desarrolladas en instituciones educativas, para que ni la mujer, ni el obrero, el indígena o el campesino, sean víctimas de marginación y exclusión social. En esta línea integracionista de grupos sociales marginados, organizó y unificó «a los cuadros obreros como el mejor medio de formarles una conciencia clasista y procurar su superación cultural» (Salas, 1954, p. 15), y como no podría ser de otro modo, sino con hechos concretos, en 1876 logró organizarlos a través de la creación de la Sociedad de Artesanos, a la que obsequió una biblioteca nutrida de títulos y muebles. Además, nuevamente en su domicilio, fundó la Escuela Nocturna, en la que les brindó clases sobre diversas materias haciéndoles comprender la importancia de una conciencia de grupo que los mantenga unidos en sus demandas y sus reclamos. La joven maestra promovió la candidatura del carpintero Francisco González a la diputación por el Cusco; él se convertiría en el primer obrero en la Cámara durante las legislaturas de 1878 y 1879 (Ramos y Baigorria, 2017, p. 61).

En ese sentido, probablemente motivada por la necesidad de una voz firme, instruida y capaz que en el Parlamento abogue por los derechos de las mujeres, los indios y los obreros, a fines de 1873 Trinidad Enríquez se interesó por cursar la carrera de Jurisprudencia. En palabras de Salas (1954): «decide ingresar a la universidad, con el doble propósito de iniciar la emancipación cultural de la mujer y obtener el título de abogado para defender mejor el derecho de los pobres en los Tribunales de la República» (p. 15). Este gesto a contracorriente de las prácticas sociales y profesionales de época no solo generó críticas en el orden patriarcal cusqueño, sino que también causó polémica institucionalmente toda vez que el acceso de las mujeres a las casas de estudios superiores estaba restringido:

En la época en que […] gestionaba su ingreso a la Facultad de Derecho, Paul Pradier-Fodéré, decano de la Facultad de Ciencias Políticas y Administrativas de San Marcos, sostenía, con los enciclopedistas franceses, que las leyes de la naturaleza y de la Providencia habían marcado al hogar como destino de la mujer. Pero a diferencia de la francesa, la criolla era una criatura carente de imparcialidad y razón, y por ello sin los atributos necesarios para ejercer una profesión en la vida pública. (Denegri, 2013, p. 241)

Su postulación a la Universidad de San Antonio Abad fue un insólito acontecimiento tanto en su provincia natal como en la totalidad del país e incluso trascendió los límites nacionales. Las autoridades educativas atendieron absortas la solicitud y, fieles a los prejuicios heteronormativos de su tiempo, obstruyeron el ingreso de Trinidad a la mencionada universidad. Así, el 28 de febrero de 1874, el rector Manuel Antonio Zárate emitió una resolución que le impidió matricularse debido, supuestamente, a la irregularidad de sus documentos escolares. En aquellos años, las mujeres no contaban con certificados de instrucción media porque, sencillamente, no era obligatorio que cursaran esos estudios; en el caso específico de Trinidad, no había concluido la secundaria en un colegio público, sino en su casa, gracias a las enseñanzas de los profesores particulares y, posteriormente, los de la institución que ella misma había fundado.

A pesar de dicha traba, gestionó un procedimiento administrativo y en ese mismo año fue reconocida como «candidata universitaria». A continuación, reproducimos la resolución suprema publicada en El Peruano el 9 de octubre de 1874, mediante la cual se le concede el permiso para inscribirse en cualquier universidad2, previa aprobación de los requisitos pertinentes:

Resolución Suprema

(3 de octubre de 1874)

Visto este expediente en que D.a Trinidad M. Enríquez pide se la permita matricularse en la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad del Cuzco, a fin de rendir los exámenes correspondientes al primer año; y teniendo en consideración: que ninguna de las leyes y resoluciones vigentes prohíben a las mugeres [sic] ingresar a los establecimientos nacionales de instrucción pública para hacer los estudios facultativos: que es deber del Gobierno, conforme al espíritu y tendencias de las leyes de la República, procurar todas las facilidades posibles a fin de obtener la más amplia propagación y difusión de las luces en todas las clases sociales, sin distinción de sexos ni condiciones especiales: que el art. 14 de la Constitución y el 10 del Código Civil citados por el rector de esa universidad en la precedente Resolución de 28 de febrero último, lejos de contrariar tienden más bien a favorecer el propósito de la recurrente: que aun suponiendo que las leyes vigentes prohibiesen a las mugeres [sic] el ejercicio de ciertas profesiones públicas, en el presente caso solo se solicita el permiso para ingresar a un establecimiento nacional, con el objeto de aprender e instruirse en los diversos ramos científicos que en él se suministran, se declara: que D.a Trinidad M. Enríquez está expedita para inscribirse en la matrícula de la Facultad de Jurisprudencia de cualquiera universidad nacional, en donde se preste la enseñanza facultativa o profesional en el modo y forma designados por el Gobierno, debiendo previamente llenar todas las condiciones y requisitos que prescriben las disposiciones vigentes.

Publíquese para que sirva de regla general y regístrese. —Rúbrica de S. E.— Sánchez. (Ramos y Baigorria, 2017, pp. 119-120)

El último y breve párrafo del documento anexado fue de gran relevancia, pues posibilitaba que las mujeres del país se inscribieran en las universidades; sin embargo, las pretensiones de las autoridades educativas y legislativas continuaban con relacionar la imagen femenina desde el ideal romántico del ángel del hogar, esto es, que la mujer solo puede ser esposa y madre, y estar subyugada por el poder masculino. Se le concede el «permiso» para estudiar y aprender, pero solo ello, estudiar:

Los postulados del primer civilismo en materia educativa, cristalizados con el ascenso al poder de Manuel Pardo en 1872, consideraban entre sus principales plataformas una transformación en la enseñanza femenina. Se alentaba no solo que la mujer estuviese al día en las técnicas del manejo doméstico, sino que adquiriese una efectiva educación que asegurase su autonomía económica. Una mujer mejor instruida sería, conforme a ese razonamiento, también mejor madre: una mujer profesional —fuese esta médica o incluso abogada— interpretaría mejor los problemas de otra mujer. (Ramos y Baigorria, 2017, p. 66)

En cuanto a Enríquez, el 31 de marzo de 1875 empezó a realizar los trámites necesarios para convalidar su instrucción media, que comprendía los cursos de Religión, Italiano, Griego, Francés, Inglés, Geografía e Historia, Matemáticas, Elementos de Ciencias Naturales, Filosofía, Literatura, Castellano y Artes del Ornato, según establecía el reglamento dictado por Ramón Castilla en 1855 (Ramos y Baigorria, 2017, p. 69); aprobaron que rindiera oralmente múltiples exámenes de conocimientos durante diez noches consecutivas en las que un amplio público observó atónito la destreza y la brillante racionalidad de la joven postulante. Aprobó con rotundo éxito las evaluaciones y cada logro se celebró diariamente entre sus amistades; a propósito de ello, Glave (1997) refiere que aquella experiencia tuvo tal impacto que de inmediato se hizo parte de la historia de la ciudad imperial:

El lucimiento de la candidata, su diario cambio de atuendo, su elegancia, su elocuencia y presencia de ánimo, son hasta hoy recordados como en una burbuja emocionante. Ella misma era el espacio público de esa ciudad. Los exámenes de Trinidad Enríquez son una escena insoslayable de cualquier historia de la ciudad del Cusco decimonónica. (p. 46)

Superadas estas primeras dificultades, la postulante ingresó a la Universidad de San Antonio Abad en 1875. Este mérito sin precedentes «fue saludado con verdadero júbilo y se le hizo objeto de numerosos homenajes y obsequios» (Salas, 1954, p. 16).

Ramos y Baigorria (2017), siguiendo a Villanueva (1970), sostienen que desde mediados de 1874 se estableció que la carrera de Jurisprudencia duraría seis años y los cursos corresponderían a diversas ramas del derecho, aunque también a la economía política, los códigos de comercio y minería, la historia eclesiástica, la oratoria forense, la práctica civil y criminal, además de la estadística; pero en 1876 cambió la malla curricular, se añadieron cursos de humanidades (Filosofía, Literatura e Historia) y la carrera se extendió un año más (Ramos y Baigorria, 2017, pp. 71-72).

En esa línea, afirman que Trinidad «cursó —o convalidó— los obligatorios dos años de Letras y asistió a los tres primeros años de Jurisprudencia» (Ramos y Baigorria, 2017, p. 70). Desde los primeros días, destacó por su agudo intelecto, sus lecturas previas y su dedicación, cualidades que despertaron en sus compañeros perspectivas tanto a su favor como en su contra; por ejemplo, a causa del «acopio de lecturas sobre temas de actualidad más reciente de la época, la alumno [sic] logró colocarse en primera línea, provocando una especie de terror a los estudiantes varones, la mayor parte provincianos, por su evidente superioridad» (Samanez, 1924, p. 122). Aunque surgían trabas, el proyecto de la educación femenina superior se concretaba; no obstante, la salud de Trinidad pronto se resquebrajó, y en varias ocasiones solicitó aplazar las fechas para rendir sus evaluaciones; una de sus afecciones se debió al fallecimiento de su padre, ocurrido en 1876.

La estudiante aprobó sus exámenes; sin embargo, la prensa decimonónica fue ambigua al referirse a su buen desempeño en estos, dado que no confirmó si correspondían a los del bachillerato. Lo que sí consta es una serie de felicitaciones, saludos e incluso el obsequio de una fina medalla de parte de un grupo de mujeres limeñas educadoras, representadas por Manuela Gómez, como premio por su implícito grado de bachiller. La emisora del obsequio comunicó el envío mediante una carta fechada el 2 de mayo de 1878, empero, días antes, el 30 de marzo el diario El Nacional publicó una nota cuyo autor anónimo manifestó que vio la distinguida joya con piedras preciosas y realizó una exhortación para que las niñas y las jóvenes imitasen el noble ejemplo de Trinidad Enríquez (Ramos y Baigorria, 2017, p. 75).

De modo similar, la Sociedad de Artesanos del Cusco le regaló otra medalla de oro. Enríquez respondió afectivamente a las damas limeñas a través de una misiva del 14 de septiembre de 1878, publicada el 19 de octubre del mismo año en El Semanario del Pacífico y, más de un siglo después, fue reproducida parcialmente por Glave (1997, pp. 49-51) y Ramos y Baigorria (2017, pp. 78-80). A continuación, citamos un par de párrafos donde se expresa con claridad el sentido de la lucha por los derechos de la mujer en una sociedad patriarcal que la posterga e invisibiliza:

¡El eterno pupilaje que pesa sobre la mujer me pareció una desigualdad indigna, pero sancionada por los hábitos y la ley! Desde los primeros albores de mi razón concebí, pues, la idea de ser la primera en mi patria que se abriera paso en la noble carrera del foro, [¡]contribuyendo así a que dejara de ser utopía el brillante porvenir que alcanzaría con su completa emancipación la Mujer!

[…] arrancar parte del predominio del varón para compartirlo con la mujer, más adecuadas para servir los intereses de la humanidad, por la dulzura de su carácter, por su exquisita sensibilidad, por la perspicacia de su imaginación y sutileza para las intrincadas investigaciones de la jurisprudencia; y elevar al pueblo la instrucción fue la consigna que me propuse desde niña y que con valor desesperado he perseguido a través de mi excepcional situación, desfalleciendo muchas veces con las innumerables contradicciones de la maligna emulación; injustamente deprimida, temerariamente calumniada, absolutamente privada de todo apoyo moral y material, algo más, escasa de fortuna. ¡Vivir sin el pan seguro y trabajar en el silencio de la modestia no sabéis, señoras, lo que significa! (Ramos y Baigorria, 2017, pp. 79-80)

Como se observa, Enríquez expuso los motivos personales que la condujeron a las aulas universitarias en pro de la defensa del pueblo, especialmente de la mujer, y confesó las terribles situaciones que padeció en el camino, etapa en la que perdió a su padre y su salud se encontró continuamente debilitada. Además, su exclamación final pareciera albergar un funesto augurio sobre lo que las mujeres sufrirían durante y después de la guerra del Pacífico, al hallarse viudas, huérfanas y desamparadas.

Cuando referimos que, tras una contienda administrativa y documental, Trinidad logra acceder a la educación universitaria, no debemos imaginar que con ello queda resuelto su porvenir profesional. La microfísica del poder patriarcal ha penetrado firmemente en la estructura de la administración burocrática institucional, por lo que, una vez egresada de la universidad, Trinidad inicia otra lucha para que se le otorgue el grado correspondiente y se le permita ejercer la abogacía o que se inserte en el mercado laboral del derecho. De manera pormenorizada, Ramos y Baigorria (2017) reconstruyen un episodio determinante en la vida de Trinidad: el frustrado trámite de sus títulos académicos (pp. 81-103). Al concluir sus estudios universitarios, ella inició una serie de gestiones administrativas para la obtención de su grado académico de bachiller, licenciada y doctora en Jurisprudencia, así también solicitó la autorización para realizar prácticas en un estudio forense y, posteriormente, laborar en una de las cortes superiores; para ello, acudió al Congreso el 7 de septiembre de 1878. Tuvo el apoyo del diputado cusqueño Francisco González, así como del huanuqueño José Manuel Pinzas. Tras una larga espera, el 4 de enero de 1879, Mariano Paz Soldán, ministro de Instrucción, expuso frente a las Cámaras legislativas su conformidad respecto a la petición de Enríquez, por considerarla justa e igualitaria, fundamentó su postura avalado por el Código Civil y convenció a buena parte de los parlamentarios.

No obstante, hubo también detractores: el 16 de enero, los diputados Fernando Morote y Eleuterio Macedo presentaron un informe en el que aceptaron la solicitud de Enríquez, pero exigieron que no se aplique como regla general, sino exclusivamente a la jurista cusqueña en mérito de sus aptitudes y su desempeño académico. Asimismo, con cierta reticencia, en el informe del 25 de enero, José Arbulú y Pedro Arana accedieron a dicho pedido, pero propusieron una limitación porque temían que, al aceptarlo, Trinidad pudiera asumir algún cargo político, lo cual consideraban inconcebible dado su género femenino.

Desde una perspectiva más radical, Manuel Gálvez y Mariano Cornejo se opusieron a que la egresada fuera reconocida como abogada, ya que solo los varones podían ejercer tal profesión gracias, según la época, a su carácter, su moral y su discernimiento, rasgos que la mujer común no reunía. En realidad, esta postura escondía un deleznable prejuicio vigente en nuestra sociedad: la mujer no puede desempeñar correctamente su profesión si se casa o conforma una familia. Así las cosas, estos diputados de pensamiento falocentrista reconocerían el bachillerato de Trinidad y permitirían que realice sus prácticas forenses únicamente mientras fuera soltera (Ramos y Baigorria, 2017, pp. 89-90).

Estos trámites quedaron rezagados durante un prolongado tiempo debido a la guerra contra Chile, cuyo impacto en la situación política, económica y social de nuestro país fue catastrófico. Cabe destacar que, en este período, el coraje y el patriotismo de Enríquez se manifestarían en la organización del «Batallón Zepita, con el que sale en campaña» (Salas, 1954, p. 16). Y es en este contexto bélico que, como lo observan Ramos y Baigorria (2017), el presidente Nicolás de Piérola por fin autorizó el reconocimiento de Trinidad Enríquez como abogada; sin embargo, ella lo rechazó porque no era una gracia extensiva a todas las mujeres peruanas (p. 90). De este modo, la entonces graduada en Jurisprudencia se encontró formalmente en el limbo profesional y laboral porque no podía realizar sus prácticas.

Su lucha continuó por varios años; impedida de ejercer su carrera, se defendió desde las letras: editó una suerte de gaceta radical que circuló en Cusco, pero cuya precisión cronológica, según los historiadores Ramos y Baigorria (2017, pp. 91-92), es incierta (1884 o 1891), al igual que su título, pues en algunas biografías aparece como La Voz del Pueblo (Salas, 1954, p. 16; Samanez, 1924, p. 123), La Voz del Cusco (Glave, 1997, p. 18) o La Voz del Perú. Su tenaz incursión en la prensa, a través de este semanario, reafirmó que era una mujer realmente ilustrada, con un impecable perfil moral y ético, poseía un razonamiento lógico perfeccionado por las lecciones aprendidas en las aulas universitarias y bregaba por el progreso no solo de las de su género, injustamente marginado por la sociedad patriarcal, sino que también apoyaba las causas laborales de los obreros y los campesinos; siempre impulsó a las clases menos favorecidas hacia la urgente senda de la educación, la unidad y el patriotismo.

En julio de 1886, Enríquez volvió a presentar, ante la Cámara de Diputados, un documento en el cual expuso algunas de sus interpretaciones jurídicas a modo de argumentos para que aprueben su solicitud; por ejemplo, adujo que «la ley civil jamás prohibió […] a las mujeres el ejercicio de la abogacía» (citada por Ramos y Baigorria, 2017, p. 92); además, suscribió que la ley romana y las Siete Partidas no prohibían a las mujeres abogar por sí mismas, y la carta magna vigente avalaba la igualdad de los peruanos.

Luego, el caso pasó a los jueces de la Corte Superior de Justicia y, posteriormente, se derivó a la Corte de Justicia de Lima, donde hubo tres opiniones. La primera fue la del fiscal limeño Alberto Elmore (22 de octubre de 1887), quien estuvo de acuerdo con Enríquez. La segunda fue la de la mayoría de los integrantes de la corte (2 de octubre de 1890), a saber, ocho vocales y un fiscal; ellos se manifestaron en contra del bachillerato de Trinidad, pues asumían que el Código Procesal, siguiendo la tercera ley de las Siete Partidas, contenía implícita la idea de que la mujer, aunque sabia, no debía ser «abogado en juicio», ya que era un oficio de varón y atentaba contra el pudor femenino. En esa línea, citaron la mencionada ley, donde se anotó el mal ejemplo de Calpurnia, mujer a quien los jueces romanos ignoraron, así que realizó acciones desvergonzadas para capturar su atención, pero lo único que logró fue enojarlos. En palabras de Ramos y Baigorria (2017):

Los vocales [de la Corte de Justicia de Lima] usaron de [sic] la noción que hoy denominaríamos del «encasillamiento familiar»: la mujer solo puede acceder a los roles de esposa o de religión profesa. Todo desborde de estos cánones implicaba un riesgo de descomposición social. (p. 95)

La tercera opinión fue expuesta en la misma fecha que la segunda; no obstante, a diferencia de esta, pertenecía a una minoría conformada por cinco vocales, quienes subrayaron la invalidez de las leyes de las Siete Partidas debido a la instauración de nuevos códigos en nuestro país; asimismo, estuvieron a favor de la instrucción profesional femenina y, por ende, aceptaron la solicitud de Enríquez; no obstante, la decisión mayoritaria de la corte fue irrevocable.

Pese a ello, y consciente de que lo suyo era una causa que instauraría historia, un antes y un después, Trinidad abrigó una esperanza e intentó trasladar su caso a la Corte Suprema, pero su delicada salud sería el único cerco infranqueable que la detendría. «Abril es el mes más cruel» diría T. S. Eliot, y no se equivocaba. Y así fue. El 20 de abril de 1891, el corajudo y generoso corazón de Trinidad dejó de latir debido a «una congestión cerebral». Ese día en el Cusco la luz de su pensamiento dejó de iluminar el camino que deberíamos recorrer las mujeres del futuro, y así también los hombres que aún no son enceguecidos por los códigos y las consignas patriarcales.

En definitiva, la intensa vida de Trinidad es la de una constante entrega, no solo por los derechos de la mujer, sino también por los de los indígenas. Hasta el final de sus días entregó su vitalidad por ideales que la trascendían, no obstante, corrió la misma suerte que las heroínas y las adelantadas a su época: «fue negada, calumniada y olvidada. Murió sola, pese a su extraordinario sentido de solidaridad social» (Portal, 1980, p. 3).

El sábado 11 de julio de 1891 apareció una litografía de Trinidad Enríquez publicada en la portada de El Perú Ilustrado y, en las páginas interiores, una anónima biografía elegíaca que, aparentemente, la editora en jefe, Clorinda Matto de Turner, encargó redactar a «un amigo».

Ahora bien, el deceso de Enríquez no canceló el debate que en la judicatura se llevaba a cabo sobre su solicitud. El 20 de julio de 1891, el fiscal Ricardo Espinoza propuso que se finiquite la petición, pero sugirió que se reflexione sobre la pertinencia de estudiar los códigos vigentes que impiden a la mujer realizar ciertos actos civiles y participar en la política. Desde su perspectiva, tales facultades debían ser exclusivamente masculinas, puesto que requerían capacidades ajenas a las mujeres; no obstante, planteó la posibilidad de que estas se dedicasen a actividades profesionales acordes con sus características físicas y sus sentimientos, es decir, vinculadas al ámbito doméstico, las artes, el comercio y la industria, pero de ninguna manera a las ingenierías, los trabajos de esfuerzos físicos, estrategias bélicas, ni los que exigen un elevado intelecto como, a su juicio, lo era la abogacía.

De modo similar, el fiscal supremo Manuel Gálvez redactó un informe desfavorable el 1 de septiembre del mismo año. Este reafirmó que no era conveniente que la mujer ejerza la abogacía; sus argumentos repetían la visión sexista y ultraconservadora de sus congéneres juristas. Ramos y Baigorria (2017) concluyen que la solicitud del bachillerato de Trinidad pasó al Congreso en la quincena de octubre, indefectiblemente destinada al archivamiento (p. 102).

En suma, el pedido de Trinidad no fue aceptado; sin embargo, marcó un hito en la historia de la educación latinoamericana y los derechos de la mujer peruana. Al decir de Paulino Fuentes Castro, autor de la primera biografía de Trinidad, publicada el 1 de julio de 1891 en El Diario Oficial, a menos de tres meses del fallecimiento de la jurista cusqueña:

Hay, pues, que apreciar en las pretensiones de la Enríquez, el hecho de que después de haber cursado los estudios de instrucción media y los facultativos en la Universidad menor del Cuzco, se hiciera inquebrantable su voluntad para obtener el título de abogado, cuando le impedían este ascenso del saber profesional las preocupaciones, la escuela ortodoja [sic], y la deficiencia de las leyes patrias.

¡Cuántos varones han caído desalentados en medio del camino! ¡Ella no! Desde la ciudad del Cuzco clamaba por un derecho nuevo en nuestra legislación, para hacerse profesora del Derecho y presentarse ante la sociedad con la investidura de los canonizados como defensores de la ley y de los intereses particulares de los hombres. (Fuentes, 1891, p. 1243, citado por Ramos y Baigorria, 2017, pp. 148-149)

El fragmento citado sintetiza la vida de Trinidad, entregada a la lucha por los derechos educativos y profesionales de la mujer. Aunque tardíamente, el 7 de septiembre de 1908, el Congreso de la República promulgó la Ley n.o 801, a través de la cual se admitió que las mujeres se matriculen libremente en las universidades de su elección y, concluidos sus estudios, opten los grados académicos respectivos para que ejerzan sus profesiones (Ramos y Baigorria, 2017, p. 109). Así, las mujeres de inicios del siglo XX cristalizaron el sueño que Trinidad no pudo realizar en vida.

Sin duda, su ejemplar tenacidad y aguda inteligencia, desarrollada desde sus primeros años y acentuada durante su carrera universitaria, además de su espíritu de servicio y sólidos valores morales en pos de una sociedad justa e igualitaria, convierten a María Trinidad Enríquez en una dama ilustrada que se adelantó a su época, y cuya experiencia le permitió trazar el camino de lucha para las mujeres que le sucedieron. Se podría decir que existe un antes y un después de Trinidad Enríquez. En los posteriores años, obtuvo algunos reconocimientos; por ejemplo, Samanez (1924) refiere que en 1914 la Universidad de San Antonio Abad ubicó un retrato suyo en el salón principal, a modo de homenaje a la ilustre jurista (p. 123).

4. Coda

Si seguimos el hilo de la vida de Trinidad, se advertirá que esta se construye progresivamente, y que encuentra en la educación un motor fundamental; acaso, el más estratégico para empoderar a la mujer, toda vez que la dota con herramientas cognoscitivas para transformar tanto su realidad inmediata como la sociedad en su conjunto, tal y como ella misma hizo. Es el proceso de construcción de una intelectual y activista que no solo comprende la importancia de los fundamentos conceptuales, sino que reconoce su obsolescencia si es que no son llevados a la práctica. Cada una de sus acciones ilustran los pasos que se deben seguir para que el descontento se sistematice en acción práctica y efectiva, y por ello, la suya alcanza a ser también ejemplificación de cómo mediante la educación como herramienta de empoderamiento, se consigue la victoria, aunque no definitiva, del derecho de las mujeres a estudiar una carrera universitaria o superior, y según ello, insertarse en el competitivo mercado laboral que es también una manera de conquistar la anhelada independencia económica. Todas las abogadas, las juezas, las administradoras, las funcionarias y las gestoras de la ley, tanto las del siglo XX y XXI, son herederas de las luchas de Trinidad, pues ella con su pensamiento y su acción contribuyó al resquebrajamiento del cerco patriarcal que encerraba a las mujeres en los confines de la vida familiar y privada; y con ese resquebrajamiento, se remecieron también los fundamentos de la episteme ius patriarcal.

Referencias

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Cornejo, J. (1949). Sangre andina. Diez mujeres cuzqueñas. G. Rozas Sucesores.

Denegri, F. (2013). El peligro de quedarse para tías. Mujer y universidad en el Perú, 1876-1895. En M. Giusti y R. SánchezConcha (eds.), Universidad y nación (pp. 235-258). Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú.

García y García, E. (1925). La mujer peruana a través de los siglos. Serie historiada de estudios y observaciones (t. II). Imprenta Americana.

Glave, L. M. (1997). Dama de sociedad: Trinidad María Enríquez. Cusco 1846-1891. Red Nacional de la Mujer.

Portal, M. (1980). Precursoras de los derechos de la mujer. s. e.

Ramos, C. y Baigorria, M. (2017). Trinidad María Enríquez. Una abogada en los Andes. Legis.pe.

Ramos, C. y Baigorria, M. (2018). Trinidad Enríquez: ilustre egresada de la Universidad San Antonio Abad del Cuzco. Yachaq, (3), 171-178.

Robles, E. (2006). Origen de las universidades más antiguas del Perú. Revista Historia de la Educación Latinoamericana (Rhela), 8, 35-48. https://www.redalyc.org/pdf/869/86900803.pdf

Salas, J. W. (1954). Dos maestros cuzqueños. H. G. Rozas.

Samanez, J. G. (1924). Ccapacc ilacctan carcca. Apuntes de folklore peruano. T. Scheuch.

Villanueva, H. (1970). Trinidad Enríquez, su ascendencia incaica. Revista del Museo Histórico Regional, (3-4-5), 15.


Notas

  1. Clorinda Matto de Turner (1852-1909). Una de las escritoras decimonónicas cuya obra continúa interpelando a la sociedad peruana contemporánea. Activista proderechos de igualdad de la mujer. Su militancia se plasma en la publicación, la dirección y la colaboración en periódicos y revistas como El Recreo, El Perú Ilustrado, así como mediante la creación de sus novelas Aves sin nido (1890), Índole (1891) y Herencia (1893). Conoció a Trinidad Enríquez en el Colegio Nacional de Educandas, allí surgió una sólida amistad de alumna a maestra.

  2. En aquel tiempo, en el Perú solo existían la Universidad Mayor de San Marcos (Lima, 1551), la Universidad de San Cristóbal de Huamanga (Ayacucho, 1677), la Universidad de San Antonio Abad (Cusco, 1692), la Universidad Nacional de Trujillo (La Libertad, 1824), la Universidad Nacional de San Agustín (Arequipa, 1828) y la Universidad de San Carlos (Puno, 1856). Para revisar con mayor detalle la historia de estas casas de estudios, véase Robles (2006).


Recibido: 31/10/2022 Revisado: 19/11/2022

Aceptado: 21/11/2022 Publicado en línea: 22/11/2022

Financiamiento: Autofinanciado.

Conflicto de intereses: La autora declara no tener conflicto de intereses.

Revisores del artículo:

Manuel de J. Jiménez Moreno (Universidad Nacional Autónoma de México, México) mjimenezm2@derecho.unam.mx

https://orcid.org/0000-0003-2061-6905

Dante Martin Paiva Goyburu (Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Perú) dante.paiva@unmsm.edu.pe

https://orcid.org/0000-0001-9140-6580