Las aportaciones de las científicas al discurso médico sobre el cuerpo, la sexualidad y la salud de las mujeres

Female scientists’ contribution to the medical discourse about women’s bodies, sexuality and health

 

Pilar IGLESIAS APARICIO[1]

 

Recibido

Aprobado

:

:

15.04.2024

10.06.2024

Publicado

:

30.06.2024

 

 

 

RESUMEN: La construcción social patriarcal androcéntrica de género influye en el discurso científico-médico y el abordaje de la salud, viniendo a reforzar el statuo quo establecido. A lo largo del siglo XIX y primeras décadas del XX, las mujeres son definidas como seres débiles, enfermizos, cuya estabilidad física y psíquica está dominada por sus órganos sexuales y cuyo único destino es la reproducción. Posteriormente, la construcción social de género continúa influyendo negativamente en el abordaje de la salud, en los ámbitos de investigación, diagnóstico y tratamiento. Ahora bien, diferentes pioneras aportaron argumentos científicos para cuestionar los presupuestos de la debilidad femenina y, asimismo, médicas e investigadoras vienen realizando en las últimas décadas un profundo análisis crítico de los sesgos de género que siguen apareciendo en el tratamiento de la salud. Este trabajo se basa en el análisis de amplia bibliografía de autoras y autores del siglo XIX y primeras décadas del XX; estudios críticos publicados a partir de los años sesenta/setenta y obras recientes sobre sesgos de género y salud de las mujeres. Se visibilizan los sesgos de misoginia, racismo y clasismo presentes en el discurso científico-médico del XIX/XX; las aportaciones de pioneras de la ciencia y la medicina para deconstruirlos y se analiza cómo dichos sesgos siguen permeando la investigación, diagnosis y tratamiento en la actualidad. Se concluye que es imprescindible tener en cuenta la influencia de la construcción socio-cultural de género y aplicar la perspectiva feminista para visibilizar y erradicar dichos sesgos en el cuidado de la salud.

 

PALABRAS CLAVE: Salud de la mujer, Género y Salud, Médicos mujeres, Historia de la medicina.

 


ABSTRACT: The androcentric patriarchal social construction of gender influences the scientific-medical discourse and the approach to health helping to reinforce the established statuo quo. During the nineteenth century and first decade of the twentieth, women are defined as weak, sickly beings, whose physical and mental stability depended on their sexual organs and whose only destiny was motherhood. Later, this gender social construction continues to have a negative influence on health approach, in investigation, diagnosis and treatment. But we must also take into consideration how several female pioneers questioned the principles of female weakness with scientific arguments. Women doctors and researchers have also been carrying out a deep critical analyses of gender biases in health approach for the last decades. This paper is based on an analysis of extensive bibliography by male and female authors of the nineteenth and first decades of the twentieth century; some critical studies published since the seventies and recently published works about gender bias in women’s health treatment. The influence of misogynistic, racist and classist positions on scientific-medical discourse are highlighted, as well as the arguments provided for its deconstruction by female scientists and physicians; and how gender biases still permeate health investigation, diagnosis and treatment at present. The paper concludes that it is essential to take into consideration the influence of socio-cultural gender construction and to apply a feminist perspective to make visible and eradicate gender negative biases on health care.

 

KEYWORDS: Women’s Health, Gender and Health, Women Physicians, History of Medicine.

 

COMO CITAR:

HOW TO CITE:

Iglesias Aparicio, P. (2024). Las aportaciones de las científicas al discurso médico sobre el cuerpo, la sexualidad y la salud de las mujeres. Mujer y Políticas Públicas, 3(1), 134-169. https://doi.org/10.31381/mpp.v3i1.6666

 

INTRODUCCIÓN


Este trabajo pretende tres objetivos fundamentales. En primer lugar, mostrar cómo la ciencia no se construye en un vacío neutral y objetivo, y nunca es ajena al contexto histórico en que se desarrolla, ni a quiénes son los actores sociales que construyen y transmiten su discurso. Tanto la ciencia como el género son socialmente construidos, “dentro de dinámicas de poder, y el pensamiento científico está profundamente influido por las creencias de género” (Iglesias, 2020, p. 64). De forma relevante, el discurso médico decimonónico sobre la salud y la sexualidad de las mujeres es un claro ejemplo de la influencia sobre el mismo de la construcción social patriarcal imperante. Un segundo objetivo es visibilizar a diferentes pioneras de la medicina, la psicología y la estadística que rebatieron con sus estudios científicos los argumentos misóginos que pretendían probar la inferioridad de las mujeres. Y, en tercer lugar, se pretende asimismo mostrar los sesgos de género que siguen afectando a la investigación, el diagnóstico, el tratamiento y la situación profesional en el ámbito de la medicina en la actualidad.

El artículo se organiza en una amplia introducción general, una referencia al contexto conceptual y la metodología utilizada, para desarrollar en el apartado de resultados las diferentes teorías utilizadas para demostrar la inferioridad femenina y la dependencia de la salud física y mental de las mujeres, de sus órganos genitales y funciones fisiológicas, incluyendo en cada caso los argumentos utilizados por las científicas para rebatir dichas teorías. Por último, el punto 2 del apartado Resultados, analiza los sesgos de género en el abordaje de la salud y las propuestas para su corrección.

Diferentes autoras[2], desde los años setenta del siglo XX, han desvelado la misoginia y el androcentrismo del discurso construido desde la religión, la filosofía y el saber médico, a lo largo de los siglos, que define a las mujeres como seres débiles; inferiores al varón; ligados a la naturaleza y no a la razón; tendentes a la enfermedad física y psíquica, cuyo cuerpo y mente están dominados por sus órganos sexuales, a los que se atribuyen todos sus malestares y trastornos y cuya existencia únicamente se justifica por su función reproductora. Desde Hipócrates y Aristóteles “los papeles asignados a las mujeres han atraído un elaborado cuerpo de justificaciones médicas y biológicas, muy especialmente, en el siglo XIX, al aumentar considerablemente la importancia intelectual y emocional atribuida a la ciencia” (Smith-Rosenberg y Rosenberg, 1973, p. 332)[3]. Centrándonos en el siglo XIX y primeros años del XX, diferentes disciplinas, desde la frenología, la craneología, la anatomía, la ginecología, la neurología, la antropología física y la propia teoría de la evolución, argumentaron, desde la supuesta objetividad científica, la inferioridad de las mujeres, proporcionando así justificaciones de carácter científico a la oposición al acceso de las mujeres a estudios universitarios y al desempeño de profesiones cualificadas, o al ejercicio de sus derechos civiles, como el derecho al voto. A partir de esa visión de las mujeres, se conceptualizan una serie de enfermedades específicamente femeninas, como la clorosis, la ninfomanía o la histeria (Showalter, 1985), que se combatirán con tratamientos muy agresivos, tales como la cura de reposo, del neurólogo Sir Silas Weir Mitchell (1829-1914) o quirúrgicas como la ovariotomía o extirpación de ovarios sanos, y la clitoridectomía.

Como afirma Ortiz (1997, p. 2), al hablar del discurso médico, se puede afirmar que éste es masculino, “porque hasta fechas muy recientes lo han construido exclusivamente varones desde una óptica que toma lo masculino como la norma y lo femenino como lo otro, y es patriarcal porque sirve a los intereses de un sistema de dominación masculino”. El conocimiento médico ha sido construido “durante siglos, y casi hasta nuestros días, por varones de estratos sociales medio-altos en países de Occidente. La masculinización de los profesionales de la medicina ha sido algo buscado y favorecido por el propio sistema científico-profesional, que a lo largo de la historia y hasta finales del siglo XIX estableció diferentes mecanismos para excluir a las mujeres o segregarlas en actividades sanitarias secundarias o no científicas” (Ortiz, 2002, p. 32).

Se puede también observar cómo el discurso científico y médico manifiesta su carácter patriarcal, orientándose repetidamente a ratificar las características y roles asignados socialmente a las mujeres:       

Desde las teorías del origen del «hombre», pasando por las teorías de la procreación del ser humano, hasta los estudios médicos más recientes, a la mujer siempre se le ha dado un status de inferioridad, de debilidad, de fragilidad, una postura que responde a la idea de «feminidad» socialmente reforzada. Estas posturas ideológicas, no sólo discriminan, excluyen y violentan, sino que además impactan de manera directa en la salud de las mujeres y en sus posibilidades de mejoramiento, moviendo sus cuerpos en un sistema médico que ha sido elaborado tomando como patrón de medida el cuerpo de los hombres (Méndez Aristizábal, 2018, p. 1).

De acuerdo con Ortiz (2002, p. 33) el androcentrismo se refleja en un doble aspecto. Por una parte, supone “identificación de lo masculino con lo humano en general y, a su vez, equiparación de todo lo humano con lo masculino: hacer de lo masculino la norma” y “utilizar una perspectiva de investigación que responde a la experiencia social y a los intereses dominantes de los varones en una sociedad patriarcal”, dejando de lado, por tanto, las realidades y experiencias que afectan a la vida de las mujeres y grupos sociales que no responden al patrón del varón medio.

El permanente sesgo de género que ha imperado en la construcción del saber científico-médico tiene como resultado lo que García Dauder y Pérez Sedeño (2017) denominan “mentiras científicas” sobre las mujeres: la invisibilización y silencio sobre las mujeres como sujetos y objetos de la ciencia; la afirmación de falsedades científicas sobre las mujeres a partir de la diferencia sexual; la falta de atención a trastornos específicos de las mujeres y, por el contrario, la invención de enfermedades específicamente femeninas y supuestos trastornos mentales y “desviaciones sexuales” con sus correspondientes tratamientos, incluidos los quirúrgicos y farmacológicos. Así como tres sesgos de género constantes en la investigación: la exageración de la diferencia sexual, o, por el contrario, su ignorancia o minimización y la desatención a la diversidad y la interseccionalidad de factores que redundan en la salud. Destaca especialmente cómo las mujeres han sido con más frecuencia consideradas enfermas mentales, aplicándose diferentes parámetros para determinar la salud mental: independencia, autonomía y objetividad en el caso de los hombres y dependencia, sumisión y sentimentalismo en el de las mujeres, lo que tiene como resultado que las mujeres puedan ser consideradas “locas” tanto cuando cumplen como cuando rechazan aspectos del rol femenino (Ruiz Somavila y Jiménez Lucena, 2003, p. 10).

Ha sido menos divulgado, sin embargo, cómo a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX y primeros años del siglo XX, diferentes pioneras de la medicina y otras especialidades científicas, rebatieron, en algunos casos con estudios estadísticos, estos argumentos científico-médicos sobre la inferioridad de las mujeres (Bittel, 2009; García Dauder, 2005; Iglesias Aparicio, 2020, 2021 y 2023; Martínez Pulido, 2006; Schiebinger, 2004). El carácter incapacitante de la menstruación fue rebatido por autoras como las doctoras en medicina Elizabeth Garrett (1836-1917)[4] (Crawford, 2002, pp. 43-108; Iglesias Aparicio, 2012, pp. 269-299; 2018; 2020, pp. 75-77; 2021; 2023, p. 263); Mary Putnam (1842-1906)[5] (Bittel, 2009; Iglesias Aparicio, 2020, pp. 72-75; 2021, pp. 45, 59-62 y 64-64; 2023, pp. 262, 264-265; Morantz-Sanchez, 1985, pp. 191-201); Emily (1846-1930) y Augusta Pope (1846-1931); Emma Coll; Sarah Hackett Stevenson (1841-1909)[6], Clelia Duel Mosher (1863-1940)[7] (Mahoon y Wenberg, 1980), o Leta Stetter Hollingworth (1886-1939)[8]. El tamaño del cerebro como determinante de la inferioridad intelectual de las mujeres fue rebatido por la matemática Alice Lee (1858-1939)[9], quien centró su tesis doctoral en un estudio sobre la correlación entre tamaño del cráneo e inteligencia en tres grupos de personas, desmontando los argumentos defendidos durante décadas por la craneología. Otras autoras, como Eliza Burt Gamble (1841-1920) [10] y Antoinette Louisa Brown Blackwell (1825-1921)[11] (Dufour, 2013), rebatieron los argumentos de defensa de la inferioridad femenina basados en la teoría de la evolución.

Ya en las últimas décadas del siglo XX y primeras del XXI, diferentes autoras, entre otras, Eulalia Pérez Sedeño, María Teresa Ruiz-Cantero y Carme Valls-Llobet,  han visibilizado cómo el carácter patriarcal, misógino y androcéntrico de la construcción socio-cultural de género continúa condicionando la salud de las mujeres, así como los sesgos que afectan al abordaje de la salud de hombres y mujeres, en los ámbitos de investigación, diagnóstico y tratamiento, planteando alternativas para la modificación de tales sesgos.

La temática abordada en este trabajo se considera de suma importancia por varias razones: en primer lugar, por la enorme influencia del discurso científico-médico para justificar los estereotipos de género, la división sexual del trabajo, la carga sobre las mujeres de las tareas de cuidado, y la limitación de su acceso al disfrute de libertades y derechos en el campo de la educación, el desarrollo profesional, los derechos sexuales y reproductivos, los derechos de familia, etc. De igual forma, el discurso científico-médico, radicalmente influido por sesgos clasistas, racistas y colonialistas, fue utilizado, y hemos de cuestionar si no sigue siéndolo actualmente, para justificar la discriminación, sometimiento y negación de derechos a grupos sociales por su origen, etnia, racialización, orientación sexual, etc. Las investigaciones históricas sobre la construcción del discurso científico-médico pretenden también “contribuir a transformar y mejorar las prácticas médicas actuales haciendo notar que, también hoy, el conocimiento es insuficiente, sesgado y tiene efectos desiguales para mujeres y varones” (Cabré y Ortiz-Gómez, 2008, p. 16).  Efectivamente, numerosos estudios han hecho ya patentes los sesgos de género que siguen vigentes en el tratamiento de la salud y cómo la construcción social de género afecta al desarrollo de diferentes enfermedades en hombres y mujeres, con muy graves consecuencias para la salud, fundamentalmente de las mujeres. Y, por último, como se ha indicado anteriormente, el trabajo pretende contribuir a visibilizar la aportación de las científicas de diferentes disciplinas para brindar una visión más equilibrada de la historia de la ciencia y la medicina, y valorar sus contribuciones para la deconstrucción de la interpretación sesgada y misógina del cuerpo, la sexualidad y la salud de las mujeres.

Por ello, en este trabajo, se señalan algunos de los principales argumentos científico-médicos sobre la inferioridad de las mujeres; cómo fueron rebatidos por pioneras de la ciencia y la medicina, así como los principales sesgos de género que afectan actualmente la investigación, diagnóstico y tratamiento y las alternativas propuestas por diferentes autoras.

 

MARCO TEÓRICO Y/O ANTECEDENTES

Se utiliza en este trabajo el enfoque del constructivismo social de Berger y Luckman (1994), y la consideración de la ciencia como construcción social, establecida por Thomas Khun (1922-1996). La influencia de los factores históricos, sociales y económicos en la construcción del discurso científico-médico del siglo XIX ha sido analizada por diferentes autoras (Dally, 1991; Ehrenreich y English, 2010; Iglesias Aparicio, 2020, pp. 65-69; Keller, 1991; Moscucci, 1990; Morantz-Sanchez, 1985; Poovey, 1998; Russett, 1989). La ciencia es considerada “como una actividad social y cultural que, como tal, no es independiente ni del tiempo, ni del lugar donde se produce, ni de los actores implicados en los procesos de construcción del conocimiento” (Sánchez, 2008, p. 67). De hecho, “la imbricación ciencia/medicina-sociedad es consustancial a la propia construcción científica, siendo una constante en la ciencia la racionalización de elementos sociales integrándolos en su discurso y sancionándolos” (Ortiz, 1997, p. 3). A partir del siglo XVIII, el conocimiento médico viene a sustituir a la religión y la filosofía para explicar y regular cuestiones sociales, fundamentalmente en lo referente al papel de las mujeres (Ortiz, 1997, p. 4), pronunciándose sobre el acceso de las mismas a la educación o al ejercicio de la medicina (Cuesta Bustillo, 2019; Flecha 1999, 2001 y 2019; Iglesias Aparicio, 2012, 2018 y 2019; Cabré y Ortiz, 2001), la reivindicación del derecho al voto, o el feminismo. Las relaciones de poder basadas en clasismo, racismo y sexismo son fundamentales para la organización de la vida social y para la creación y transmisión del conocimiento, incluido el científico.

Asimismo, se utiliza la perspectiva feminista[12] que desvela la influencia de la construcción social de género, patriarcal y androcéntrica, en el desarrollo de argumentos, teorías y tratamientos. “Observar los sistemas científicos desde posicionamientos feministas posibilita, por un lado, identificar opresiones de género características de estos sistemas y, por otro, desarrollar estrategias para repensar y transformar dinámicas de opresión en clave inclusiva” (Albizu, 2023, p. 220).

Se incluyen referencias a estudios que ponen de manifiesto sesgos en la atención de la salud de las mujeres en campos específicos tan variados como la consideración de enfermedades laborales, las enfermedades coronarias, la salud pública, la epidemiología o la investigación farmacológica; así como incluso sesgos que afectan al desempeño académico y profesional de las propias médicas y científicas. Sobre la relación entre género y ciencia en general, aplicable evidentemente a las ciencias de la salud, Harding (1996, p. 51) dice que “el feminismo afirma también que el género es una categoría fundamental en cuyo ámbito se asignan significado y valor a todas las cosas, una forma de organizar las relaciones sociales humanas. Si considerásemos la ciencia como una actividad plenamente social, empezaríamos a comprender las múltiples formas en las que, también ella, se estructura, de acuerdo con las expresiones de género”.

Para mayor clarificación, señalamos varias definiciones para determinar el sentido en que se utiliza el término “género” en este trabajo: “conjunto de cualidades biológicas, físicas, económicas, sociales, psicológicas, eróticas, políticas y culturales asignadas a los individuos según su sexo” (Lagarde, 2005); “elemento constitutivo de las relaciones sociales basadas en las diferencias percibidas entre los sexos y como una forma primaria de relaciones significantes de poder” (Sánchez, 2008, p. 66); y género como “una categoría dinámica y relacional, que organiza las relaciones de poder y […] una categoría discursiva que produce realidades a partir del discurso” (Dias, 2022, p. 12). El género es por lo tanto “una construcción densa que se mueve y atraviesa todos los niveles de la organización social” (Sánchez, 2008, p. 66) y constituye un determinante social de la salud. Puede asimismo definirse como “una construcción sociocultural y política que determina las relaciones entre las personas, otorgando beneficios y acceso a recursos, como los sanitarios, en dichas relaciones, a quienes se encuentran en posiciones más elevadas de una jerarquía de género” (Ruiz Cantero, 2021, p. 12).

Asimismo, es preciso aclarar que se utiliza la acepción de “sesgo de género” en el sentido planteado por Ruiz-Cantero y Verdugo-Delgado (2004, p. 119), como “planteamiento erróneo de igualdad o de diferencias entre hombres y mujeres -en su naturaleza, sus comportamientos y/o sus razonamientos-, el cual puede generar una conducta desigual en los servicios sanitarios (incluida la investigación) y es discriminatoria para un sexo respecto al otro”.

Los sesgos de género o ceguera de género dentro del ámbito de ciencias de la salud, tanto en la investigación como en la atención sanitaria, surgen:

Cuando se asume igualdad entre ambos sexos donde hay diferencias genuinas, en la exposición a determinantes de la salud y la respuesta a los mismos, en la historia natural de la enfermedad, tanto en los pródromos (fase inicial) como en el curso de la misma; así como en la respuesta a las diferentes terapias y en el pronóstico, y cuando se asumen diferencias donde no las hay. Esta dualidad surge en un modelo biomédico que asume igualdad para problemas de salud física, y desigualdad para los de tono emocional y de salud autopercibida (Ruiz Cantero, 2021, p. 10).

Dado que, afortunadamente, son numerosos los estudios publicados en los últimos años sobre género y salud de las mujeres (Bichler et al., 2010; Valls-Llobet, 2020), este trabajo ofrece una visión general y amplias referencias bibliográficas, sin agotar en absoluto el tema, sino más bien, presentando una aproximación e invitando a posteriores y más amplias investigaciones bibliográficas.

 

METODOLOGÍA

Este trabajo se basa en un extenso análisis bibliográfico de obras de autoras y autores del siglo XIX y primeras décadas del XX, fundamentalmente las obras de pioneras de la medicina, la psicología y la estadística que rebatieron los argumentos del carácter incapacitante de la menstruación y la inferioridad femenina. Asimismo, se han utilizado diversos estudios críticos realizados desde una perspectiva feminista a partir de los años setenta, que contribuyen ampliamente a visibilizar la misoginia presente en el discurso científico-médico. Se completa el trabajo con aportaciones de varias obras de las últimas décadas, que, también desde una perspectiva feminista, permiten desvelar los sesgos de género, en gran parte herederos del discurso de épocas anteriores, que afectan actualmente el abordaje de la salud de las mujeres, incluido el androcentrismo en publicaciones científicas y la incorporación y participación de las mujeres en investigación, así como la segregación vertical que sigue afectando a la carrera científica de las mujeres (García-Calvente et al., 2015, p. 405).

 

 

 

RESULTADOS

1.     Teorías científicas que tratan de probar la inferioridad femenina

 

A lo largo del siglo XIX encontramos una amplísima cantidad de conferencias, artículos y libros producidos por profesionales de distintas ramas de la medicina, centrada muy especialmente en el cuerpo, la sexualidad y la salud (o más bien la tendencia a la enfermedad y la locura) de las mujeres a la que se suma el discurso de la antropología física y la teoría de la evolución. “El discurso de las diferencias se radicalizó en la ciencia decimonónica. Las estructuras de hombres y mujeres fueron sistemática y detalladamente diferenciadas. Antropólogos, frenólogos, anatomistas, fisiólogos, médicos o psicólogos compitieron en el intento de mostrar la inferioridad de las mujeres como efecto de su distinta naturaleza, sacando a la luz todo tipo de datos diferenciales” (Iglesias Aparicio, 2023, p. 259). En este marco, se verán cuatro de las grandes líneas teóricas que se utilizaron para justificar con argumentos científico-médicos la inferioridad de la mujer.

1.1. La inferioridad justificada por el inferior tamaño del cerebro

La antropología física[13] basada en la construcción del concepto de razas, pretenderá demostrar científicamente la inferioridad de ciertos grupos humanos, entre ellos las mujeres, de acuerdo con sus características físicas. Dos teorías, basadas en que la mente reside en el cerebro y el cráneo refleja su forma y tamaño (Arias, 2018; Calvo, 2016; Iglesias Aparicio, 2018, 2020; Groneman, 1994; Moscucci, 1990; Russett, 1989) y sus correspondientes técnicas le prestarán apoyo: la frenología[14], primero, basada en la supuesta relación entre la conformación craneal, el comportamiento y las facultades mentales, y la craneología[15], o “serie de técnicas para medir todos los ángulos y dimensiones posibles del cráneo más adelante” (Iglesias Aparicio, 2020, p. 67). Broca afirmaba el diferente nivel de desarrollo de los distintos grupos humanos, incluidas las mujeres, siendo únicamente el hombre blanco el ser capaz de conseguir la perfección. En la búsqueda de la ratificación de su teoría, “centró gran parte de su trabajo en la diferencia entre mujeres y hombres, considerando que cualquier cambio en el orden sexual y social del siglo XIX provocaría un cambio en la evolución de las razas, por lo que los antropólogos debían estudiar cuidadosamente la condición de las mujeres en la sociedad” (Iglesias Aparicio, 2020, pp. 66-67). La clave de la justificación de las desigualdades sociales, basadas en el sexo, la clase social y el colonialismo, debían residir en las diferentes formas y tamaños de los cráneos, reflejo de la capacidad cerebral.

Criticando esta argumentación, Hackett (1880), en su obra Physiology of Woman basa su defensa del derecho de las mujeres a la educación, en el hecho de poseer un órgano, el cerebro, que permite la actividad intelectual que, en modo alguno, es inferior al del varón por tener menor tamaño. Alice Lee publicó, en 1901, con colaboración de Pearson, Data for the problem of evolution in man— a first study of the correlation of the human skull, trabajo en que recoge los resultados del estudio realizado para su tesis doctoral. Se trataba de una investigación “sobre la correlación entre tamaño del cráneo e inteligencia en tres grupos de personas: 35 hombres miembros de la Sociedad Anatómica de Dublín, 30 mujeres estudiantes del Bedford College y otros 35 hombres profesores de la Universidad de Londres” (Iglesias Aparicio, 2023, p. 77). Al concluir la imposibilidad de extraer correlaciones individuales entre tamaño del cráneo e inteligencia, cuestionó la validez de la craneología.

También la pionera de la medicina española, Dolores Aleu Riera (1857-1913)[16], en su tesis doctoral, criticó las diferentes teorías que se oponían a la educación de las mujeres, afirmando que “la organización masculina y femenina no se distinguen en los primeros tiempos de la vida intrauterina; ni en la niñez se ven diferencias entre niños y niñas en punto à la capacidad de sus facultades” (Aleu, 1883, p. 27). Realizó una crítica detallada de la craneología, resaltando las contradicciones que aparecen en las propias investigaciones de Broca (Aleu, 1883, pp. 28-30). Haciendo referencia a autoras españolas, cabe destacar que también Concepción Arenal (1820- 1893), sin ser científica, realizó un amplio estudio de la obra Anatomía y Fisiología del Sistema Nervioso en general y del Cerebro de Franz Gall, “para rebatir la teoría de la inferioridad de la mujer basada en el tamaño y forma del cerebro en el capítulo segundo de La Mujer del Porvenir, utilizando argumentos del propio Gall” (Iglesias Aparicio, 2023, p. 269).

1.2. Entre “niños” y “salvajes”. La mujer en la escala evolutiva

El evolucionismo contribuyó asimismo a refrendar la inferioridad “natural” de la mujer (Calvo, 2016, pp. 51-65; Iglesias Aparicio, 2020, p. 67; Moscucci, 1990, pp. 21-23; Russett, 1989, pp. 40-44). En este sentido, se destacan los argumentos desarrollados por Eliza Burt Gamble y Antoinette Louisa Brown Blackwell. Esta última publicó, en 1869, Studies in General Science,

colección de ensayos escritos a lo largo de una década, de la que envió una copia a Darwin. En el titulado Struggle for Existence, rebatía la concepción de la evolución de Spencer como 'la crueldad del mundo natural'; por el contrario, Brown Blackwell (1875) consideraba la evolución natural como un sistema perfecto de cooperación entre todas las fuerzas de la naturaleza para un bien común. En 1875, publicó The Sexes throughout Nature, en la que analizaba El origen del hombre (1871) de Darwin, convirtiéndose en la primera mujer que rebatía públicamente su interpretación de la inferioridad femenina a partir del evolucionismo (Iglesias Aparicio, 2023, pp. 270-271).

Según Dufour (2013, pp. 42-43), a partir de la propia teoría de la evolución “las feministas podían ahora mostrar cómo los puntos de vista tradicionales sobre los papeles adecuados para cada sexo no eran científicos ni racionales y solo se basaban en el peso de la historia y las creencias”. Gamble, en su obra The Evolution of Woman, publicada en 1894, criticó el androcentrismo científico, puso de relieve la influencia de las creencias victorianas en las interpretaciones del evolucionismo, y defendió la superioridad de las mujeres al afirmar que “la teoría de la evolución, tal como es enunciada por los científicos, proporciona amplia evidencia que muestra que la hembra, en todos los órdenes de la vida, incluidos los seres humanos, representa un estado superior de desarrollo al del macho” (Gamble, 1894, p. v).

1.3. La mujer, esclava de sus órganos genitales

Desde el siglo XVIII se había extendido la visión del dimorfismo sexual, buscándose la diferencia sexual en todo el cuerpo, incluido el esqueleto. Las teorías del útero que se traslada a través del cuerpo de las mujeres, causando diferentes trastornos, serán sustituidas ahora por una obsesión sobre el “correcto” funcionamiento de matriz y ovarios. Todo desvío del modelo de mujer “ángel del hogar”, pasiva y sin deseo sexual, se considerará un trastorno mental derivado del mal funcionamiento de los órganos genitales, ignorando las condiciones de vida de las mujeres. La mujer es considerada un ser al borde permanente de la locura. A modo de ejemplo, el ginecólogo A. O. Kellogg (1828-1888), en un artículo publicado en el American Journal of Insanity “afirmaba que durante el periodo menstrual se reduce la capacidad mental y el control emocional de las mujeres” (Iglesias Aparicio, 2020, p. 68), y George M. Burrows (1771-1846)[17], consideraba que “cualquiera con la mínima experiencia profesional conoce la influencia de la menstruación en el funcionamiento de la mente” (Burrows, 1828, p. 146) ya que “las funciones del cerebro están tan profundamente conectadas con el sistema uterino, que la interrupción de cualquier proceso que este último deba desempeñar en la economía humana, ha de afectar al primero” (Burrows, 1828, p. 146).

Así se procede a la creación de una serie de etiquetas diagnósticas que justificarán prácticas como la clitoridectomía (Calvo, 2016; Dally, 1991, pp. 159-164, 181, 184, 168, 188; Groneman, 1994; Iglesias Aparicio 2012, pp. 132-133; Moscucci, 1990, pp. 105, 121, 130; Tuana, 1993) y la ovariotomía (Dally, 1991, pp. 135, 138, 147-148, 152, 187; Laqueur, 1994, pp. 304-308; Morantz-Sánchez, 1985, p. 221; Moscucci, 1990, pp. 153-156, 141-145, 135-137, 165-174; Iglesias Aparicio, 2012, pp. 130-131). En efecto, en las últimas décadas del XIX se practicó tanto en Europa como en Estados Unidos la mutilación genital femenina consistente en la extirpación del capuchón externo del clítoris. La figura más controvertida relacionada con esta práctica fue el cirujano británico Isaac Baker Brown (1812-1873) quien abrió una clínica privada en Londres en 1858, que se anunciaba como especializada en tratamientos quirúrgicos de enfermedades de las mujeres. En 1866, publicó un volumen sobre la curación mediante la clitoridectomía de la epilepsia, la catalepsia y la histeria en las mujeres. Un conflicto de intereses profesionales, y no una crítica profunda a la mutilación sufrida por sus pacientes, provocó el cierre de su clínica y su expulsión de la Sociedad de Obstetricia de Londres en 1867. La clitoridectomía siguió practicándose en Estados Unidos, recomendándose para evitar la masturbación incluso en una fecha tan avanzada como 1936 (Dally, 1991, pp. 159-184). La ovariotomía fue también conocida como operación de Battey, por haber sido el cirujano y ginecólogo estadounidense Robert Battey (1828-1895), en 1872, quien extirpó por vez primera los ovarios sanos de una mujer para curar sus síntomas produciendo una falsa menopausia (Dally, 1991: 147). De hecho, se practicaba, al igual que la clitoridectomía, para calmar el deseo sexual de las mujeres y prevenir la masturbación.

Entre las enfermedades atribuidas a las mujeres, destacan la histeria (Calvo, 2016, pp. 170-176; Iglesias Aparicio, 2012, pp. 118-121; Moscucci, 1990, pp. 129, 131; Showalter, 1985; Tuana, 1993, pp. 97-98), la clorosis y la neurastenia femenina (Bernabeu-Meste et al., 2008). La sintomatología de la clorosis venía a coincidir con las características “ideales” de las jóvenes victorianas (Iglesias Aparicio, 2012, p. 117), y puede definirse como “enfermedad crónica y de larga duración propia y exclusiva de las jóvenes, apareciendo en general de los 14 a los 24 años, aunque se podía observar también en ciertas fases de la vida genital, como el embarazo y la menopausia” (Bernabeu-Meste et al., 2008, p. 86), que se relacionaba con causas morales y precocidad del deseo sexual. Su estudio ocupó un amplio espacio en los libros de patología y, probablemente, enmascaraba situaciones de anemia producidas por la mala alimentación y condiciones de vida[18].

La neurastenia masculina se consideró una enfermedad propia de hombres intelectuales y luchadores en una sociedad competitiva. Sin embargo, la neurastenia femenina, se atribuía a etiología específica, incluidas supuestas lesiones de ovarios o útero, lo que venía a justificar la utilización de operaciones agresivas o tratamientos como la cura de reposo de Weir Mitchell. La cura de reposo, descrita por Mitchell en 1873, como remedio para la neurastenia, consistía en el aislamiento de la paciente que, durante varias semanas, debía permanecer “en cama, prohibiéndosele sentarse, coser, leer, escribir o realizar ninguna tarea intelectual. Recibía las visitas diarias de su médico y dependía de una enfermera para recibir masajes y alimentación” (Showalter, 1985, p. 138). La escritora Charlotte Perkins Gilman (1860-1935), en su relato Papel de pared amarillo (1892) describió magistralmente el sufrimiento provocado por la cura de reposo, a la que ella misma se vio sometida.

“Parece oportuno preguntarse en qué medida la formulación de categorías diagnósticas como la Clorosis y la Neurastenia en el pasado, o la Fibromialgia y el Síndrome de Fatiga Crónica en la actualidad, enmascaran una situación de sobreexplotación (trabajo doméstico y extradoméstico), de deficientes condiciones de vida y de salud y de estigmatización por la condición de mujeres, que padecían y padecen inmensos sectores de la población” (Bernabeu-Meste et al., 2008, pp. 100-101). De acuerdo con la doctora Valls-Llobet (2009, p.77) tanto la fibromialgia como el síndrome de fatiga crónica son diagnósticos que pueden enmascarar en el presente el dolor muscular generalizado, efecto secundario de un exceso de medicalización.

La doctora Farnham (1862-1944), del Hospital Psiquiátrico Willard de Nueva York, publicó, en 1887, en la revista científica Alienist and Neurologist, el artículo titulado Uterine Disease as a Factor in the Production of Insanity, rebatiendo la teoría de que los trastornos mentales de las mujeres tengan su origen en trastornos ginecológicos (Theriot, 1993, p. 3). En 1886, la doctora Margaret Cleaves (1848-1917)[19] publicó una colección de ensayos titulados Neurasthenia and Its Relation to Diseases of Women, en que, utilizando lo que denominaríamos actualmente una perspectiva social y de género, atribuía la neurastenia femenina a la dificultad de cumplir sus ambiciones dentro de las estructuras sociales del siglo XIX, sin poder gozar de los privilegios concedidos a los hombres (Showalter, 1985, p. 136).

Mary Putnam publicó, en 1888, Essays on Hysteria, Brain Tumour and some other cases of nervous disease.

Basándose en estudios neurológicos, atribuyó la histeria a deficiencias fisiológicas y nutricionales derivadas en gran parte de las limitaciones impuestas en la vida de las mujeres; rechazó la imposición del descanso y la inactividad como terapia adecuada, considerando que muchas mujeres necesitaban más bien estímulos para librarse de los síntomas histéricos. Rebatía de nuevo los argumentos de una figura de referencia en Estados Unidos, el médico Silas Weir Mitchell (Iglesias, 2021, pp. 63-64).

La supuesta “tendencia a la locura” de las mujeres será también cuestionada por autoras posteriores. María Lacerda de Moura (1887-1945), autora del libro A mulher é uma degenerada, publicado en 1924, en el que rebatía los argumentos expuestos por el psiquiatra portugués Miguel Bombarda en su libro Lições sobre a Epilepsia, de 1896, quien afirmaba que “en la mujer, la degeneración es parcial. El organismo entero es una decadencia, solo el óvulo se salva del gran desastre” (Bombarda, 1896, p. 130). Un claro ejemplo de fragmentación y reducción de las mujeres. “Seis décadas después, en 1982, Franca Basaglia realiza una crítica política semejante, dirigida a la obra de Moebius La inferioridad mental de la mujer(Caponi, 2023, p. 131). Ambas construyen argumentos sólidos para rebatir la relación entre la condición femenina y la “debilidad mental” o la enfermedad psiquiátrica. Tanto Lacerda como Basaglia expresaron claramente que lo que ambos autores gestaban era “nada menos que una nueva categoría psiquiátrica. Una patología mental que afectaría exclusivamente a las mujeres, pero particularmente a aquellas que deciden no aceptar la maternidad. Un nuevo pathos referido ahora a la locura (o degeneración) de las feministas y eruditas” (Caponi, 2023, p. 135), ejemplo de lo que la autora denomina “diagnósticos ambiguos” referentes a la salud mental de las mujeres (Caponi, 2023, pp. 129-163).

1.3. El carácter incapacitante de la menstruación

Dos prestigiosos doctores, Edward Clarke (1820-1877)[20] y Henry Maudsley (1835-1918)[21] son los representantes más relevantes de la consideración de la menstruación como situación incapacitante para que las mujeres pudieran desarrollar estudios superiores. Partiendo de “la extendida concepción de la menstruación como eliminación de residuos superfluos, por lo que se podrían provocar daños cerebrales si se producía amenorrea como consecuencia de dedicar las jóvenes al estudio la energía necesaria para sus funciones fisiológicas” (Iglesias Aparicio, 2021, p. 58), defendían ambos que “la diferencia sexual afecta a las capacidades cerebrales y, que la energía dedicada al estudio dañaría a la salud y la función reproductora de las jóvenes, pudiendo provocar la inhibición de la menstruación” (Iglesias Aparicio, 2023, p. 262). La obra de Clarke (1873), con el irónico título de Sex in Education or A Fair Chance for Girls, basada en la conferencia pronunciada el año anterior en el Club de Mujeres de Nueva Inglaterra, fue inmediatamente rebatida por varias defensoras de derechos de las mujeres. Dentro del marco de este trabajo, comenzamos analizando los trabajos de la doctora en Medicina, Mary Putnam. En primer lugar, su ensayo Mental Action and Physical Health, basado en un estudio realizado sobre 20 mujeres de entre 18 y 30 años, que fue publicado en 1874 en la colección de ensayos The Education of American Girls Considered in a Series of Essays, editada por la pedagoga Anna Callender Brackett (1836-1911). Putnam realiza una detallada descripción del sistema nervioso humano para rebatir el argumento de Clarke de la imposibilidad de llevar a cabo dos tareas diferentes, tales como el proceso menstrual y la actividad intelectual. E introduce también lo que denominaríamos ahora la perspectiva de género al criticar que se apele una y otra vez a las funciones fisiológicas de las mujeres para justificar “todas las teorías sobre la naturaleza de las mujeres, es decir, todas las teorías de la organización de la sociedad” (Putnam, 1874, p. 260). Y también al concluir que “son las condiciones de vida impuestas socialmente las que limitan la capacidad intelectual de las mujeres y no sus funciones fisiológicas ni su tamaño craneal” (Iglesias Aparicio, 2023, p. 264).

Maudsley (1874), defensor de los mismos presupuestos que Clarke y basándose en el trabajo de éste, publicó en la prestigiosa revista inglesa The Fortnightly Review un artículo titulado Sex in Mind and Education, que se iniciaba con una crítica a las defensoras del derecho de las mujeres a la educación superior que, según el autor, ignoraban cómo la energía dedicada al estudio afectaría a la función reproductora de las jóvenes. La doctora en Medicina Elizabeth Garrett rebatió los argumentos de Maudsley con un artículo, publicado en el número siguiente de la Fortnightly Review, titulado Sex in Mind and Education: A Reply. Garrett critica el argumento de que un proceso fisiológico normal se vea afectado por una actividad intelectual, siendo reducido el número de mujeres que sufren trastornos que puedan afectar a su actividad normal. Destaca que algunas mujeres experimentan incluso “una capacidad nerviosa y mental mayor en ese periodo que en otro momento cualquiera” (Garrett, 1874, p. 585) y resalta cómo son los condicionantes sociales los que realmente crean barreras para el acceso de las mujeres al estudio, y no su propia fisiología. Las mujeres que han intentado acceder a estudios superiores hasta la fecha (su propio caso) “además de su supuesta inferioridad física y mental, han tenido que comenzar la carrera sin gran parte del entrenamiento de que los hombres han disfrutado, o bien, lo han conseguido por sus propios medios, en una atmósfera de hostilidad, que les ha supuesto mucha más fuerza y capacidad de resistencia que el trabajo intelectual más exigente” (Garrett, 1874, p. 589).

En 1876, “el Comité del Premio Boylston de la Universidad de Harvard brindó a Jacobi la oportunidad perfecta para refutar los argumentos de Clarke, quien había sido miembro de su propia institución. Como parte de su convocatoria anual, propusieron la siguiente cuestión […] '¿Requieren las mujeres descanso físico y mental durante la menstruación? ¿Y en qué medida?'” (Bittel, 2009, p. 126). Mary Putnam obtuvo el Premio Boylston[22], con un amplio estudio que fue publicado en 1877 con el título de The question of rest for women during menstruation. “Su investigación se basó en un cuestionario de 16 preguntas respondido por 268 mujeres de diferente formación académica y distintas ocupaciones. El 35% no habían sufrido nunca dolores menstruales. Del 65% restante, 2/3 tenían problemas de tipo genético o enfermedades causantes de debilidad y trastornos ginecológicos” (Iglesias Aparicio, 2023, p. 264). A partir de su investigación concluía que “no existe nada en la naturaleza de la menstruación que implique que sea necesario, ni siquiera deseable, el descanso para aquellas mujeres cuya nutrición es realmente normal” (Putnam, 1877, p. 227). Conceptualizaba la menstruación de las hembras humanas “como un proceso ligado a la nutrición, o a un aspecto de ésta, el reproductivo, en vez de a un proceso sexual (Putnam, 1877, pp.166-167), cuestionando la creencia de la época de la simultaneidad entre ovulación y menstruación, que se derivaba de la observación del periodo de celo en las perras” (Iglesias Aparicio, 2021, pp. 61-62). A lo largo de su carrera como médica, profesora y escritora, realizó asimismo investigaciones sobre enfermedades ginecológicas y neurológicas, entre las que podemos destacar sus Studies in Endometritis, publicados en el American Journal of Obstetrics and Diseases of Women and Children, en 1885. Su amplia obra publicada está recogida en Bittel, (2009, pp. 288-292).

Otras pioneras de la medicina asimismo rebatieron el argumento del carácter incapacitante de la menstruación. Sarah Hackett Stevenson dedicó un apartado a la menstruación en su libro Physiology of Woman, publicado en 1880. En 1881, la decana de la Escuela de Medicina de Mujeres de Pensilvania, Rachel I. Bodley (1831-1888), realizó un estudio basado sobre desempeño profesional durante el periodo menstrual de 189 graduadas en Medicina. Ese mismo año, las médicas Emma Coll, Emily Pope y Augusta Pope, llevaron también a cabo una investigación sobre 390 mujeres médicas de diferentes partes de Estados Unidos, promovida por el Hospital para Mujeres y Niños de Nueva Inglaterra. Venían estos estudios a demostrar que la menstruación no mermaba la capacidad de las profesionales, reforzando los argumentos utilizados para defender el acceso de las mujeres al estudio y práctica de la medicina (Morantz-Sánchez, 1985, p. 55; Iglesias Aparicio, 2020, p. 75; 2021, pp. 56-57; 2023, p. 265).

Algunos años más tarde, Clelia Duel Mosher “realizó una investigación sobre 400 mujeres y 3350 periodos menstruales, basada en entrevistas, diarios de las participantes y registro de datos, tales como pulsaciones, presión arterial, etc., durante un periodo de aproximadamente tres meses” (Iglesias Aparicio, 2023, p. 265). Recogió sus resultados en un artículo, titulado Normal Menstruation and Some Factors Modifying it (Mosher, 1901), “en el que argumentaba que la menstruación no es una enfermedad incapacitante que deba impedir a las mujeres el acceso al trabajo o a los estudios superiores”. También publicó posteriormente, en enero y febrero de 1911, otro artículo, basado en su tesis de maestría, en que rebatía la creencia de que las mujeres respiraban con la parte superior de sus pulmones. Mantenía que “la respiración es diafragmática en ambos sexos, y que la vida sedentaria y las prendas excesivamente apretadas provocan una modificación del patrón de respiración en las mujeres” (Iglesias Aparicio, 2023, p. 266), por lo que aconsejaba eliminar los corsés y las faldas pesadas, así como realizar ejercicio físico. Mosher (1914) afirmaba haber eliminado diferentes molestias menstruales de varias pacientes mediante la aplicación de una serie de ejercicios “que debían de repetirse diez veces por la noche y por la mañana, en una habitación bien ventilada, preferentemente llevando la ropa de dormir” (p. 1298).

Hollingworth (1914a) no solo cuestionó la incapacidad provocada por la menstruación, sino también la teoría de la superioridad mental de los varones basada en la mayor variabilidad, en su artículo Variability as Related to Sex Differences in Achievement: a Critique, publicado en el American Journal of Sociology, en 1914. Ese mismo año presentó su tesis doctoral basada en su investigación para rebatir la teoría de los efectos incapacitantes de la menstruación, que fue publicada con el título de Functional periodicity: an experimental study of the mental and motor abilities of women during menstruation (Hollingworth, 1914b). Esta investigación “consistió en la aplicación de dos tests de habilidades motoras (golpeteo de placas y estabilidad) y dos tests de inteligencia verbal (nombrar colores y antónimos), aplicados diariamente a seis mujeres y dos hombres, como grupo de control, para observar si la menstruación influía en los resultados obtenidos” (Iglesias Aparicio, 2023, p. 268). La aplicación diaria de los tests se reforzaba con un experimento extensivo con otras 17 mujeres. A partir de su investigación, Hollingworth “concluyó que la periodicidad fisiológica de la menstruación no influía en la variabilidad de los resultados, no apreciándose ningún periodo de eficiencia máxima ni de discapacidad dentro de cada mes” (Iglesias Aparicio, 2023, p. 268).

 

2.     Sesgos de género en el abordaje de la salud

 

Ya en el Congreso de Mujer y Calidad de Vida celebrado en Barcelona en 1990, se comprobó que “no había ciencia de la diferencia y que las mujeres habían sido invisibles para la ciencia médica: tanto los aspectos biológicos como la clínica de las enfermedades no se habían estudiado de forma diferenciada, entre mujeres y hombres, y entre las mismas mujeres” (Valls-Llobet, 2009, p. 21). Según la doctora Valls-Llobet (2009, p. 22), los estereotipos de género han provocado un tratamiento sesgado de la salud de las mujeres, tratándolas como invisibles respecto a su realidad bio-psico-social; como inferiores y como necesitadas de ser controladas para que no se desvíen de la norma marcada por la ciencia androcéntrica. Se les aplican así las tres reglas del patriarcado: la naturalizacion de la diferencia sexual como inferioridad; la fragmentación del cuerpo y de la experiencia y la objetualización, no solo a través de los cosméticos y la industria de la moda, sino también a través de la excesiva medicalización (Valls-Llobet, 2009, p. 23).

En los años noventa aparecen las primeras publicaciones que ponen de manifiesto algunos de estos sesgos de género en la atención a la salud.

En 1991 se publica un artículo fundamental, que inició el debate sobre los sesgos de género en medicina. El estudio se llevó a cabo entre 30 000 pacientes del hospital de New Haven y 30 000 del hospital de Harvard. Los hallazgos indicaron que, de 100 admisiones de pacientes, al 18,8% de los hombres blancos les practicaron angiografías coronarias, mientras que solo se las practicaron al 14% de los hombres no blancos. Lo sorprendente de estos hallazgos es que menos mujeres recibieron angiografías coronarias (el 9,4% de las mujeres blancas y el 8,6% de las mujeres no blancas). Se detectaron diferencias estadísticamente significativas entre todos los grupos, que persistió después de controlar la edad, la comorbilidad y la gravedad (Ruiz Cantero, 2018, p. 1-2).

Healy (1995) (1944-2011)[23] observó lo que denominó “síndrome de Yentl”: a menos que la mujer muestre exactamente los mismos síntomas masculinos de enfermedad cardíaca, la probabilidad de ser admitida en el hospital es menor que en el caso de los hombres, así como la de recibir el diagnóstico y los tratamientos adecuados. Y el estudio publicado por Frankenhauser et al. (1991) del Instituto Karolinska demostró que “en la salud de hombres y mujeres pesan más los condicionantes del mismo trabajo, sea el remunerado o el doméstico, incluyendo las demandas excesivas y el soporte social para realizarlo, que las diferencias psicológicas y biológicas entre los sexos” (Valls-Llobet, 2009, p. 37).

Se pueden observar sesgos de género en la investigación, el diagnóstico y el tratamiento, pero no se puede olvidar que es básico y fundamental, el sesgo diagnóstico. “El sesgo de género en el esfuerzo terapéutico depende del sesgo de género en el esfuerzo diagnóstico; pues la probabilidad de que quien padece sea tratado es casi nula si por cualquier causa queda excluido del proceso diagnóstico, o disminuye si durante el proceso diagnóstico no se realizan las pruebas oportunas” (Ruiz Cantero y Verdugo-Delgado, 2004, p. 120). Según Ruiz Cantero (2018, p. 4) “el sesgo de género en la investigación podría deberse a una incorrecta asunción de igualdad entre hombres y mujeres (o diferencias entre hombres y mujeres) en la exposición a factores de riesgo y sus consecuencias, en los signos y síntomas precoces (y tardíos), en la respuesta a la terapia y en el pronóstico”. Debemos incluir como manifestación de estos sesgos de género en la investigación, la subrepresentación de mujeres en los estudios clínicos (por ejemplo, en los estudios clínicos de antirretrovirales publicados entre 1990-2002), lo que ha provocado que se considerase “atípica”, o se ignore, la sintomatología presentada por las mujeres por no coincidir con los síntomas de los hombres, con gravísimas consecuencias, por ejemplo, en el caso de las enfermedades cardiovasculares (Juárez Herrera y Cairo et al., 2016; Ruiz Somavila et al., 2013; Valls-Llobet, 2009, pp. 232-242). Esta subrepresentación llega a niveles absurdos, en el caso de un producto destinado a las mujeres, como la denominada “viagra femenina”: “cuando se sospechó que producía reacciones cruzadas con el alcohol, la compañía realizó un ensayo clínico, pero con una muestra de 2 mujeres y 25 hombres” (Ruiz Cantero, 2018, p. 6). Otro sesgo en la investigación es no tener en cuenta el sexo al estudiar el impacto de ciertas circunstancias sociales en la salud, como, por ejemplo, la condición de persona cuidadora o la exposición a productos dañinos para la salud, como los productos químicos, perjudiciales para las mujeres a niveles inferiores de exposición; o los diferentes daños esqueleto-musculares que causan diferentes situaciones laborales, lo que provoca que muchos de estos daños no tengan carácter de enfermedad laboral en el caso de las mujeres, por no responder a los patrones de las profesiones masculinizadas. Por el contrario, la normalización de “diferencias”, muy basadas en estereotipos sobre mujeres y hombres, afectan asimismo la investigación, el diagnóstico y consecuentemente el tratamiento, como en el caso de “normalizar” en las mujeres los bajos niveles de ferritina, invisibilizando los casos de anemia (Valls-Llobet, 2009, pp. 163-170). Asimismo, se observa la sobrerrepresentación de un sector social en determinados estudios, como el caso de la sobrerrepresentación de mujeres en los estudios sobre trastornos alimentarios, partiendo de la supuesta prevalencia de los mismos por causas de salud mental en las mujeres.

En cuanto a diagnóstico y tratamiento, existe abundante literatura sobre la mayor demora y espera en la atención sanitaria de las mujeres respecto a los hombres, incluidos los servicios de urgencias, donde a igual problema de salud las mujeres esperan más tiempo para ser atendidas que los hombres en situaciones de igual necesidad (Arnold Bichler et al., 2010) atribuyéndolo en ocasiones a las propias pacientes, en un repetido proceso de doble victimización de las mujeres. Asimismo, está demostrada la excesiva medicalización del dolor crónico y el malestar de las mujeres, con antidepresivos y ansiolíticos (Caponi, 2023, pp. 165-202), enmascarando las causas sociales, incluida la violencia de género, la sobrecarga por tareas de cuidado, etc., e invisibilizando causas patógenas graves, lo que redunda en la mayor demora en recibir tratamiento específico; ingreso hospitalario, tratamiento quirúrgico, etc. También se ha observado la atribución de diferentes significados a síntomas similares según sean experimentados por hombres o mujeres (Malterud, 2022; Ruiz Cantero, 2018).

Tradicionalmente, la preocupación por la salud de las mujeres se ha reducido únicamente a la salud reproductiva, sin tener en cuenta, ni incluir en la formación de las y los profesionales, las patologías más prevalentes entre las mujeres ni apreciar la diferente expresión de sintomatología de algunas enfermedades según el sexo, permitiendo así que muchos síntomas de enfermedades graves hayan quedado invisibles para la ciencia médica, en el caso de las mujeres (Valls-Llobet, 2009, p. 157). Pero, además, también aparecen sesgos de género en el abordaje de problemas de salud específicos de las mujeres: la mortalidad evitable como primera causa de muerte en el mundo en mujeres en edad fértil; sometimiento de las mujeres a prácticas como la mutilación genital, con sus consecuentes daños para la salud, incluso cuando está prohibida por ley; la escasez o ausencia de servicios de educación sexual, información y distribución de métodos anticonceptivos; la prohibición del acceso a la interrupción voluntaria del embarazo en condiciones de seguridad y legalidad; o la escasa investigación sobre enfermedades específicas como el caso de la endometriosis. Es importante mencionar también, la cada vez más visibilizada violencia obstétrica, incluido el excesivo número de cesáreas y extirpaciones no justificadas como el caso de las mastectomías, histerectomías y ooforectomías; así como el uso de la THS (Terapia Hormonal de Sustitución) durante décadas, sin valorar suficientemente los daños provocados (Ruiz Cantero, 2018, pp.18-19; Valls-Llobet, 2009, pp. 214-217; 343-348). La relación de la THS con el cáncer de mamá y las enfermedades cardiovasculares fue denunciada en un artículo publicado por el Writing Group for the Women’s Health Initiative Investigation (2002) en el Journal American Medical Association (JAMA), titulado Risks and Benefits of Estrogen Plus Progestin in Healthy Postmenopausal Women. Principal Results from the Women's Health Initiative Randomized Controlled Trial, aunque, por ejemplo, en España, no fue hasta dos años más tarde, cuando la Agencia Española del Medicamento restringió su uso.  También se debe incluir actualmente, las repercusiones negativas para la salud de las mujeres de prácticas como la “donación” de óvulos y la maternidad subrogada[24] (García, 2023).

En general, se pueden citar una serie de factores de género que afectan negativamente a la salud de las mujeres: la falta de reconocimiento social y autoridad; la percepción de baja valoración; la sensación de culpa constante (incluida la auto responsabilidad por estar enfermas) y la persecución de un modelo de perfección inalcanzable, que repercuten gravemente en el bienestar emocional de las mujeres; la precariedad e inseguridad laboral, incrementada en situaciones de trabajo informal, migración, situación de familia monomarental, etc.; el desgaste físico, psicológico y emocional por tareas de cuidado, incrementadas por la falta o escasez de servicio públicos de calidad, que se suma, en muchos casos, a las demandas del empleo remunerado, redundando en la doble o triple jornada, que impide la desconexión y el descanso; y las situaciones que aumentan la vulnerabilidad: juventud, vejez, discapacidad, situación de migrante o solicitante de asilo, racialización, exclusión social, situación de prostitución, etc. A todo ello hay que sumar los mandatos de género, que hacen a las mujeres debatirse entre el “deber” y el “deseo”, y se reflejan en el dolor permanente y las contracturas musculares. Así como la violencia de género, desde los micromachismos y la “sutil”, “invisible”, violencia estructural permanente, el acoso laboral, la violencia sexual, la violencia en el marco de la pareja, hasta el feminicidio. Todos ellos, riesgos invisibles o “no reconocidos” (Valls-Llobet, 2009, pp. 191).

No se debe dejar de mencionar que, incluso en un caso tan reciente como la pandemia COVID-19, pueden observarse importantes sesgos de género en la repercusión sobre mujeres y hombres (Strayhorn, 2021), incluido el aumento de la violencia, los matrimonios forzados, la sobrecarga de tareas de cuidado, la situación laboral, la incidencia del denominado COVID persistente, etc., por lo que puede afirmarse que el coronavirus ha dañado el triple a las mujeres: por el impacto en su salud, por el incremento en las tareas de cuidado y el agravamiento de las situaciones de violencia de género (Moriana, 2020). La urgencia en la elaboración de vacunas y la escasa inclusión de mujeres en los estudios previos ha tenido como consecuencia que se hayan producido efectos secundarios que ni siquiera habían sido previstos, que afectan únicamente a las mujeres (Educando en Igualdad, 2021).

En sentido positivo, se señalan los numerosos estudios publicados, en algunos casos sobre enfermedades específicas como la enfermedad renal crónica (Arenas Jiménez et al., 2018); la perspectiva de género en salud pública (Ruiz Cantero, 2011), o en epidemiología (Ruiz-Cantero y Blasco-Blasco, 2020); los sesgos de género en el esfuerzo terapéutico (Ruiz-Cantero y Verdugo-Delgado, 2004); o el Informe sobre igualdad de género y equidad en salud: lecciones estratégicas de las experiencias de los países en la incorporación de la perspectiva de género en la salud  (González Vélez et al., 2021).  Asimismo, las iniciativas puestas en marcha para la inclusión de la perspectiva de género en salud: la Estrategia para incorporar el análisis y las acciones de género en las actividades de la Organización Mundial de la Salud de 2008 (OMS, 2018); el Programa Gender Innovations de la Universidad de Stanford (s.f.); el Proyecto SOPHIE de la Unión Europea para evaluar el impacto de las políticas estructurales en las desigualdades en el ámbito de la salud; o el Proyecto GenderSTE International Cost Network (Sánchez de Madariaga y Ruiz Cantero, 2014). También contribuye a la inclusión de la perspectiva de género en salud el que se añada el Índice de Desarrollo de Género como complemento al Índice de Desarrollo Humano. Respecto a España, recordemos que el artículo 27 de la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres, está dedicado a la Integración del principio de igualdad en la política de salud, lo que también se recoge en la Estrategia 4 del Plan de Calidad para el Sistema Nacional de Salud (Ministerio de Sanidad, Política Social e Igualdad, 2010) y las numerosas guías de indicadores para la inclusión de la perspectiva de género, que se han publicado en distintas comunidades autónomas. Sirvan de ejemplo, las Recomendaciones para la práctica clínica con enfoque de género, de Velasco Arias (2009); la Guía para la incorporación de la perspectiva de género a la investigación en salud, de García Calvente et al. (2013); la Guía de indicadores para medir las desigualdades de género en salud y sus determinantes (García Calvente et al., 2015), y el Atlas de desigualdades de género en salud en Andalucía (García Calvente y del Río Lozano, 2015), publicados por la Escuela Andaluza de Salud Pública, así como las guías y protocolos para la atención a víctimas de violencia de género y violencia sexual en el marco sanitario.

Se concluye este apartado, haciendo referencia a dos corrientes epistemológicas feministas (Harding, 1996; Ruiz Cantero, 2018), que pueden contribuir en la modificación de los sesgos de género en la ciencia. El empirismo feminista que apunta a que el sexismo y el androcentrismo constituyen sesgos sociales corregibles mediante un método científico correcto. Y el punto de vista feminista (feminist stand point) (Harding, 2004), que parte de la base de que la posición dominante de los hombres en la vida social, en este caso en la Medicina, se traduce en un conocimiento parcial. El reconocimiento de los sesgos de género y la incorporación real de la voz de las mujeres, abre la posibilidad de un conocimiento más completo y útil, para la salud de las mujeres y para toda la sociedad. Es tan importante y necesaria la voz de las y los pacientes como la voz de quienes recogen e interpretan sus historias desde la posición de profesionales de la medicina.

 

 

 

CONCLUSIONES

Este trabajo ha tratado de mostrar la influencia de la construcción social de género en la construcción del discurso científico-médico del siglo XIX y primeras décadas del XX, centrándose en cuatro de las principales teorías, interrelacionadas y complementarias entre sí, que procuraban “probar” la inferioridad de las mujeres. Ha mostrado asimismo cómo las pioneras de la medicina y otras ciencias, pese a las grandes dificultades encontradas para acceder al estudio superior y el ejercicio profesional, realizaron importantes contribuciones para la deconstrucción de tales argumentos, utilizando para ello planteamientos científicos y estudios estadísticos. Asimismo, se ha presentado una breve aproximación a algunos de los sesgos de género que afectan a la investigación, el diagnóstico y el tratamiento de la salud, señalando también aquellos avances, iniciativas, publicaciones, etc., que se vienen produciendo desde los años noventa del siglo XX. Se ha destacado la necesidad de incluir la perspectiva de género, o perspectiva feminista, para lograr un conocimiento más equilibrado de la historia de la medicina, visibilizar las aportaciones de las científicas, y erradicar los sesgos de género en el abordaje de la salud. Se destaca en este sentido, la aportación, desde los años setenta, de la Epistemología Feminista. Sobre todo en su vertiente de empirismo feminista, que critica la construcción del conocimiento desde una perspectiva excluyente, occidental y androcéntrica, cuestionando “la supuesta neutralidad y objetividad de las categorías científicas” (Moral Espín, 2012, p. 60), y permite denunciar aquellas “concepciones y prácticas de investigación que excluyen las experiencias de las mujeres, niegan su condición de sujeto protagonista de la vida social, cultural, jurídica; niegan su autoridad epistémica denigrando sus estilos cognitivos y modos de conocimiento «femeninos»; producen teorías sobre las mujeres que las representan como inferiores, desviadas o significativas sólo en la medida en las que sirven a los intereses de los hombres” (Moral Espín, 2012, p. 60). Por tanto, el análisis feminista ha demostrado que “el pensamiento tradicional sí es subjetivo, al estar deformado por el androcentrismo” (Harding, 1996, p. 121). Una sociedad sexista produce una ciencia sexista. No basta con la incorporación de las mujeres a la investigación científica, sino que es precisa una transformación más profunda para “identificar, explicar y transformar las prácticas de poder conceptuales y materiales de las instituciones sociales dominantes, incluyendo las disciplinas científicas para que beneficien a aquellas personas menos beneficiadas por dichas instituciones” (Harding, 2008, p. 225). Dentro de la Epistemología Feminista, la teoría del punto de vista feminista, tiene “un objetivo explícitamente político y social: producir conocimiento, teórico y práctico, no solamente sobre las mujeres sino para ellas –el paso siguiente sería construir desde/con ellas– y que contribuya a acabar con la subordinación femenina desde los propios intereses de las mujeres” (Moral Espín, 2012, p. 63), superando las dicotomías en que se basa el enfoque científico hegemónico. Frente al dualismo cartesiano, se propone la integración de las experiencias físicas corporales junto con lo intelectual y lo emocional, incluyendo en el ámbito del conocimiento científico los problemas reales y las opresiones específicas que afectan a las mujeres (Hardin, 1996, p. 125).

Finalmente, dada la amplitud e importancia de los temas desarrollados, se invita a continuar realizando investigaciones bibliográficas, centradas, fundamentalmente, en aquellas cuestiones que resultan más relevantes en el momento actual.

 


 

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[1] Doctora en Filología Inglesa. Investigadora independiente. Málaga (España). pilariglesiasaparicio@gmail.com. ORCID  https://orcid.org/0000-0002-8825-6558    

[2] Entre otras: Yadira Calvo; Ann Dally; Lucinda Dixon; Cynthia Eagle Russet; Evelyn Fox Keller; Bárbara Ehrenreich; Deirdre English; Silvia García Dauder; Amparo Gómez Rodríguez; Eva Giberti; María Luján Vargas; Ornella Moscucci; Teresa Ortiz Gómez; Eulalia Pérez Sedeño; Dolores Sánchez; Elaine Showalter; Carroll Smith-Rosenber; M.ª José Ruiz Somavila; Angela Saini; Nancy Tuana.

[3] Todas las traducciones de originales en inglés son de la autora.

[4] Primera licenciada en Medicina por la Sociedad de Boticarios de Londres en 1865. Primera doctora en Medicina por la Sorbona en 1870. Segunda mujer incluida en el Registro Médico de Londres en 1866 (la primera fue la estadounidense Elisabeth Blackwell en 1859). Fundadora del Nuevo Hospital para Mujeres de Londres en 1872. Cofundadora de la Escuela de Medicina de Mujeres de Londres en 1874, profesora de la misma desde 1874 a 1898 y decana de 1883 a 1902.

[5] Graduada en Medicina por la Facultad de Medicina de Mujeres de Filadelfia en 1864. Segunda mujer doctorada en Medicina por la Sorbona en 1871. Profesora de la Escuela de Medicina de Mujeres y la Escuela de Posgrado de Medicina de Nueva York. Primera mujer admitida en la Academia de Medicina de Nueva York en 1880. Fundadora de la Asociación para el Avance de la Educación Médica de las Mujeres. Publicó más de ciento veinte artículos y nueve libros. Es con frecuencia mencionada como Mary Putnam Jacobi, por el apellido de su esposo, el pediatra Abraham Jacobi (1830-1919).

[6] Graduada en Medicina por la Escuela de Medicina del Hospital de Mujeres de Chicago en 1874, y profesora de la misma entre 1875 y 1894. Primera mujer admitida en la American Medical Association en 1876. Cofundadora de la Escuela de Formación de Enfermeras de Illinois en 1880.

[7] Graduada en Zoología por la Universidad de Stanford en 1893. Máster en Fisiología en 1894. Doctora en Medicina por la Universidad de John Hopkins en 1900. Profesora auxiliar de Higiene y consejera médica de las alumnas en la Universidad de Stanford desde 1910.

[8] Graduada en Literatura por la Universidad de Nebraska en 1906. Máster en Educación por la Universidad de Columbia en 1913. Doctora en 1916 con una tesis sobre periodicidad funcional de las mujeres.  Investigó sobre inteligencia infantil (niños y niñas con dificultades de aprendizaje y superdotados), y sobre la capacidad intelectual de las mujeres. Fue contratada para administrar el test de inteligencia Stanford-Binet en la Clearing House for Mental Defectives; trabajó como psicóloga en el Bellevue Hospital y en práctica privada. Fue profesora de Psicología Pedagógica en la Universidad de Columbia y directora de la Escuela para Niños Superdotados de Nueva York. Es una de las 14 mujeres incluida en la lista de American Men of Science.

[9] Doctora en Matemáticas por la Universidad de Londres en 1901. Colaboradora de Karl Pearson (1857-1936) desde 1892.

[10] Escritora, profesora, y superintendente de las escuelas de East Saginaw, Michigan.

[11] Escritora, defensora de los derechos de las mujeres y primera mujer ordenada ministra de una Iglesia unitaria.

[12] Se utiliza esta expresión con preferencia a “perspectiva de género”, como categoría de análisis que permite estudiar las relaciones de poder basadas en el sexo, en el marco del patriarcado androcéntrico.

[13] Representada, entre otros, en Francia, por Arthur de Gobineau (1816-1880), autor de un ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas y Paul Broca (1824- 880) fundador de la Sociedad Antropológica de París en 1859, la Revue d’Anthropologie en 1872, y la Escuela de Antropología de París en 1876, y autor en 1875 de un estudio con instrucciones precisas sobre craneometría y craneología; en Inglaterra, por James Hunt (1833-1869); y en Estados Unidos por Samuel George Morton (1799-1851) y Josiah Nott.

[14] Desarrollada y difundida por los doctores de la Universidad de Viena Franz Joseph Gall (1758-1828) y su discípulo Johan Gaspar Spurzheim (1776-1832), con seguidores en Francia, como François Joseph Victor Broussais (1772-1838), fundador de la Sociedad Frenológica de París en 1831; Estados Unidos como los hermanos Orson (1809-1887) y Lorenzo Fowler (1811-1896) y la esposa de este, la médica Lydia Folger Fowler (1823-18790), y otros países.

[15] La craneología se extendió a partir de 1860, siendo su principal representante el anatomista francés Paul Broca (1824-1880). Asimismo, se cita al científico alemán Carl Vogt (1817-1895) o al antropólogo inglés James McGrigor Allan (1827-1916).

[16] Primera Doctora en Medicina de España en 1882.

[17] Doctor en Medicina por la Universidad de St Andrew’s. Conocido por su obra sobre las causas, síntomas y tratamiento de la enfermedad mental, publicada en 1828.

[18] En 1936, el médico español Gregorio Marañón impartió en la Residencia de Estudiantes una conferencia sobre este tema, que fue publicada por el Instituto del Libro Español, con el título El problema de la clorosis. ¿Ha desaparecido o no ha existido jamás?, en que concluía que debería hablarse en delante de anemias sintomáticas de las adolescentes y los factores sociales asociados a las mismas, desterrando la construcción “romántica” de la clorosis.

[19] Médica estadounidense y escritora, pionera en la aplicación de electroterapia. Fue presidenta de la Sociedad Médica de Mujeres de Nueva York y miembro de la Academia de Medicina de Nueva York. 

[20] Doctor en Medicina por la Universidad de Pensilvania. Profesor de Farmacología de la Universidad de Harvard desde 1855 a 1872.

[21] Neurólogo, superintendente del hospital psiquiátrico de Manchester: Coeditor del Journal of Mental Science y profesor de Jurisprudencia Médica de la Universidad de Londres.

[22] Los estudios se presentaban bajo seudónimo, lo que impidió que el hecho de ser mujer influyera negativamente en el tribunal que los valoraba.

[23] Cardióloga estadounidense. Presidenta de la Asociación Médica de Cardiología (American Heart Association) en 1988-1989. Puso en marcha la Iniciativa Nacional para la Salud de las Mujeres (WHI, Women’s Health Initiative), para estudiar las causas, prevención y tratamiento de enfermedades que afectan a las mujeres.

[24] Prohibida en España, de acuerdo con la Ley 14/2006, de 26 de mayo, sobre técnicas de reproducción humana asistida, y la Ley Orgánica 1/2023, de 28 de febrero, por la que se modifica la Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, que incluye la subrogación entre las formas de violencia contra las mujeres.