Los últimos mayas: una reflexión sobre la etnografía y la fotografía

Andrés Medina Hernández

Instituto de Investigaciones Antropológicas

Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad de México, México


RESUMEN

El descubrimiento de las pinturas murales de Bonampak en la Selva Lacandona, en los años 40 de pasado siglo, provocó gran revuelo en los medios antropológicos, artísticos y gubernamentales, pues se abrían diversas cuestiones inquietantes, tanto sobre esta antigua civilización mesoamericana, como en relación con la población lacandona que habita en su entorno. El asombro, la curiosidad y el afán de aclarar numerosas cuestiones suscitadas se sintetizan, de alguna manera, en el trabajo fotográfico de Gertrude Duby, al que nos referimos como una perspectiva que conjuga la técnica fotográfica con una mirada etnográfica propia de su época.


Palabras clave: Mayas, lacandones, nacionalismo, fotografía, etnografía


The last Mayans: a reflection on ethnography and photography

ABSTRACT

The discovery of the Bonampak wall paintings in the Lacandon Jungle, in the 40s of the last century, caused great commotion in the anthropological, artistic and governmental sectors, as it brought up several disturbing questions, both about this ancient Mesoamerican civilization and in relation with the Lacandon population living around it. Astonishment, curiosity and the eagerness to clarify numerous questions raised are condensed, in some way, in the photographic work of Gertrude Duby, which we refer to as a perspective that combines the photographic technique with an ethnographic look typical of her time.


Keywords: Mayans, Lacandons, nationalism, photography, ethnography


PLURIVERSIDAD / 105

6(2020) 105-120 | ISSN 2617-6254 | DOI https://doi.org/10.31381/pluriversidad.v0i6.3634 | URP, Lima, Perú [Recibido 20/07/2020 - Aprobado 03/09/2020]

Introducción


Una imagen que permea el ambiente artístico y cultural de los años cuarenta y cincuen- ta en México, es el de una enorme placa de piedra con el relieve de un sacerdote maya, junto a la cual un lacandón posa mostrando la semejanza entre ambos perfiles. Es mani- fiesta la intención de señalar una relación que establece una continuidad entre los mayas del periodo clásico –de cuyo esplendor proceden las grandes ciudades arqueológicas, los registros calendáricos y astronómicos, la escritura y un bien definido estilo artístico—y los grupos lacandones que habitan la enorme extensión selvática del oriente de Chiapas, donde también se encuentran algunos de los más espectaculares testimonios arqueoló- gicos dejados por los antiguos mayas.

La imagen fue difundida ampliamente por el Servicio Postal Mexicano en la es- tampilla más usual para el correo aéreo; fue también captada por varios fotógrafos que visitaron la Selva Lacandona y recreada artísticamente por el pintor Raúl Anguiano y el escenógrafo Julio Prieto. La imagen sintetiza concepciones vigentes en las investigacio- nes arqueológicas, en la etnografía, en la política indigenista y en las corrientes artísticas relacionadas con el nacionalismo de esos años.

En este escrito me propongo hacer una breve referencia a las investigaciones sobre los mayas, particularmente a las diversas interpretaciones sobre el llamado “misterio de los mayas”; es decir, las explicaciones sobre las causas que provocaron el abandono de los grandes centros urbanos, ahora derruidos y cubiertos por una selva exuberante que los ha guardado durante siglos. Este entorno de incertidumbre y fantasías es el que otorga un halo particularmente atractivo y de aventura a las situaciones a las que aquí me referiré.

En este contexto adquiere relevancia el descubrimiento de las pinturas murales en los edificios de Bonampak; un acontecimiento que despertó enorme expectación, tan- to por darnos a conocer ese campo tan poco conocido entonces entre las expresiones plásticas de los antiguos mayas, como por el hecho de que el hallazgo había sido posible gracias a que los lacandones habían conducido a un explorador y aventurero, quien lo difunde a nivel internacional, generando una avalancha de periodistas, meros curiosos y diversas misiones científicas. Todos querían ver de cerca la ciudad arqueológica que al- bergaba el edificio de las pinturas y conocer a los mayas que habían guardado el secreto; ellos podían ser la clave para aclarar el misterio que rodea al llamado “colapso” de una antigua y esplendorosa civilización.

Mientras que los arqueólogos se dedicaron a estudiar la importancia del sitio para el conocimiento de la historia y la cultura de los mayas, por otro lado los etnólogos se pre- guntaban sobre la identidad de los lacandones, ¿eran efectivamente los descendientes de los antiguos constructores y habitantes de estas ahora carcomidas ciudades? La primera

reacción fue asumir su continuidad, como lo testifican las imágenes a que hemos hecho referencia; sin embargo, no se tenían los datos que lo confirmaran.

Por otro lado, había una enorme expectación por conocer las pinturas de Bonampak; quienes las habían visto expresaban opiniones que las ubicaban entre los grandes descu- brimientos de la arqueología mexicana; no estaba claro incluso el grado de conservación en el que se encontraban ni las posibilidades de su restauración y rescate.

En ese entorno de grandes expectativas sobre las pinturas de Bonampak y sobre los lacandones, el Instituto Nacional de Bellas Artes organiza una expedición, de la que forman parte artistas, científicos y periodistas, en el mes de mayo de 1946; sus repercu- siones habrían de incidir significativamente en el medio cultural mexicano.

Por esos mismos años cuarenta el gobierno del Estado de Chiapas enviaba una mi- sión para llevar apoyos materiales y médicos a los lacandones, la encabezaba Gertrude Duby, una periodista y activista de origen suizo. Ella asume desde ese entonces el com- promiso de ayudar y proteger a los lacandones, de defender la salva lacandona y de con- tribuir a la conservación de los ricos testimonios arqueológicos sepultados en la selva.

En este escrito me referiré a la expedición mencionada y a la obra de Gertrude Duby, pero sobre todo quiero llamar la atención sobre su obra fotográfica, la cual cons- tituye un enorme acervo, al que pertenecen algunas de las más conocidas imágenes so- bre los lacandones. La mirada de Gertrude construye y magnifica la concepción de que los lacandones son los herederos de la antigua civilización maya; paradójicamente, con sus esfuerzos provoca una cadena de acontecimientos que conducen a la transformación sustancial de los lacandones y a la desaparición de la cultura que mantenían hasta los años cuarenta.


El misterio de los mayas


La costumbre lacandona de realizar ofrendas en los derruidos edificios de las viejas ciu- dades mayas condujo a John L. Stephens —el explorador y espía que realiza un extenso recorrido por Chiapas y Yucatán en la primera mitad del siglo XIX acompañado por el artista Frederick Catherwood— a la creencia de que en las profundidades de la selva se conservaba una ciudad viva, con toda su cultura y organización social (Villa Rojas 1982); así, se conserva esta especie de leyenda que convocaba entonces a los estudiosos y a los exploradores para encontrarla.

Una de las más importantes investigaciones realizada entre los lacandones es la de Alfred M. Tozzer; quien dedica cuatro temporadas de campo, entre 1902 y 1905, a llevar a cabo una etnografía comparativa entre los mayas peninsulares y los lacandones; el hecho de que haya podido comunicarse en maya en ambas poblaciones revelaba la cercanía cultural entre unos y otros. Su libro es la primera etnografía sobre estos

pueblos y una referencia fundamental para el estudio de la cultura de los lacandones. Posteriormente, el etnólogo francés Jacques Soustelle y su esposa Georgette, visitan por primera vez y estudian a los lacandones, en 1942, con ocasionales y cortas visitas en años posteriores. Otros estudiosos, como Enrique Juan Palacios, Frans Blom, Howard

F. Cline, pasan también por la selva, con estancias cortas, dando noticia de sus experien- cias en relación con estas aisladas y remotas poblaciones. Todos ellos dan cuenta de las particularidades de los lacandones, especialmente de su indumentaria y el pelo largo de los hombres, además del uso del arco y las flechas.

Había, pues, la esperanza de encontrar en la cultura de los lacandones la clave para conocer las causas del súbito abandono de las grandes ciudades de la selva, al final del periodo clásico, así como las pistas para el desciframiento de su escritura. Pero sobre todo resultaba fundamental establecer el vínculo que respaldara la continuidad de es- tos lacandones con los mayas de la época clásica. Era evidente para los estudiosos la semejanza de los rasgos físicos de las figuras humanas registradas en la plástica maya y aquellos otros de los lacandones; era también un fuerte argumento el que vivieran en la misma región; y el reconocimiento de que hablaran una variante dialectal del maya yucateca respaldaba todo este cuadro.

Ciertamente, los lacandones eran agricultores que cultivaban el maíz por el sistema de roza, acompañado del complejo de cultivos que le otorgan una gran diversidad de productos alimenticios; asimismo desplegaban una intensa ritualidad que marcaba las etapas más importantes del ciclo agrícola anual: todo ello sin mostrar la influencia de la religiosidad cristiana no de la cultura española.

A todo esto había que añadir el gran aislamiento en que vivían, lejos de cualquier otra población, en una región de muy complicado acceso, sin caminos, comunicable solamente por las vías fluviales, los grandes y accidentados ríos que se unen al majes- tuoso Usumacinta. La explotación de las maderas preciosas, primero, y de la resina con la que se prepara el chicle, después, logran penetrar en la espesa vegetación selvática, en cuyo seno instalan campamentos para los trabajadores, son las llamadas “monterías”, cuyas condiciones de trabajo eran de extremo desgaste y dificultad, un infierno en el que muchos perecían.

Desde finales del siglo XIX y a lo largo de la primera mitad del siglo XX esta activi- dad en torno a las maderas preciosas y el chicle se extiende y penetra gradualmente en la selva; son los chicleros los primeros exploradores que se topan con las ruinas de las ciudades mayas, y son ellos quienes con frecuencia guían a las expediciones arqueológi- cas que recorren la selva. Pero quienes resultan jugar un papel decisivo en la adaptación de los trabajadores a las difíciles situaciones de la selva son los lacandones, pues ellos les enseñan las técnicas necesarias para sobrevivir e intercambian alimentos por instrumen- tos metálicos, entre los que el machete y el hacha son de gran importancia para facilitar el duro trabajo agrícola en las condiciones de la selva.

Y es precisamente un ex chiclero, Carlos Frey, ciudadano estadunidense, quien, guiado por un lacandón, llega a Bonampak y admira las espléndidas pinturas que llenan los muros de las tres cámaras que componen el edificio principal del asentamiento. La noticia es rápidamente difundida y pronto provoca una gran expectación que trasciende el ámbito estrictamente científico y alcanza los medios de difusión más amplios.


La expedición del Instituto Nacional de Bellas Artes


En la ciudad de México la noticia conmueve a los medios científicos y culturales, eran los tiempos de una gran efervescencia en el campo de la antropología, pues comenzaba un periodo de florecimiento de las investigaciones auspiciadas por el recién fundado Instituto Nacional de Antropología e Historia (inah); asimismo se formaba a las prime- ras generaciones de antropólogos profesionales—entre quienes los arqueólogos jugaban un papel decisivo en la fundamentación de la concepción teórica sobre Mesoamérica— y en la Sociedad Mexicana de Antropología se reunía a los más destacados científicos, para la discusión de los problemas centrales de la antropología mexicana, en las Mesas Redondas organizadas por la Sociedad Mexicana de Antropología.

Por otra parte, se vivía también una etapa de una enorme actividad artística en torno al nacionalismo mexicano, el cual asume un potente discurso en la consolidación del régimen de la Revolución Mexicana a partir de 1920. Se continuaban las pautas desarrolladas bajo el nacionalismo revolucionario del presidente Lázaro Cárdenas; en la literatura Miguel Ángel Fernández publicaba, en 1941, su novela Nayar, en una línea que tenía como antecedentes los cuentos y novelas de Francisco Rojas González y la obra de Gregorio López y Fuentes, El indio, ganador del premio nacional de literatura en 1935. En el campo de la música eran difundidas las obras de Carlos Chávez, como su Sinfonía india, y las de Silvestre Revueltas, Redes y La noche de los mayas; en tanto que en el cine Emilio “El Indio” Fernández imponía un estilo que desarrollaba los elementos del nacionalismo vigente. Una de las figuras que desplegaba una intensa actividad en la cual se conjugaban el nacionalismo, la arqueología, la etnografía, la pintura, la danza y la museografía, era la de Miguel Covarrubias, cuyos trabajos se entraman profunda- mente con la cultura de esa época.

En ese ambiente de intenso nacionalismo la noticia del descubrimiento de las pin- turas murales de Bonampak entusiasma y anima a un grupo de artistas y funcionarios para organizar una expedición a la selva lacandona. Su misión era dar cuenta de la situación en que se encontraban las pinturas, tomar las primeras medidas para pro- tegerlas, hacer una copia de ellas para darlas a conocer, entre otros objetivos. Así, la primera quincena de mayo, de 1949, sale a la selva el grupo, encabezado por Fernando Gamboa y Julio Prieto—museógrafo el primero y escenógrafo el segundo—funciona-

rios del inba; el jefe de campo era Carlos Frey, conocedor de la selva y de los lacandones, el arqueólogo Carlos Margain era el especialista encargado de realizar la labor científica; otros integrantes eran Raúl Anguiano, pintor, y Jorge Olvera, historiador, además de Manuel Álvarez Bravo y Luis Morales, fotógrafos, el arquitecto Alberto Arai, el gra- bador Franco L. Gómez, que se incorpora al grupo en Tuxtla Gutiérrez, el periodista Arturo Sotomayor, y varios técnicos más (Margaín 1951).

El viaje a la selva resulta muy accidentado por las dificultades que implica el traslado y la instalación de un contingente que era muy numeroso para la elemental infraestruc- tura existente; de los dos aviones dispuestos, uno se descompone y queda inmovilizado en la selva con una parte de los bastimentos y del equipo, lo que hace más complicado el traslado del grupo, así como la coordinación de los esfuerzos. Los momentos difíciles se acentúan y alcanzan una dimensión trágica con el accidente en el cual mueren aho- gados, en las aguas del río Lacanjá, Carlos Frey y Franco L. Gómez. Sin embargo, los logros fueron importantes.

Para nuestro propósito resultan valiosos los testimonios aportados por el arqueólo- go y por el periodista. Arturo Sotomayor da cuenta de su experiencia en un libro en el que reúne sus impresiones, recabadas día a día, y que le sirven de base para sus repor- tajes a un diario de la ciudad de México; ahí nos transmite su reacción frente al primer lacandón que saluda, Chan Kin Obregón:


Muy de cerca vi la cabellera: áspera, ruda hirsuta; llena de basurillas provenientes de la selva; me pareció que deber ser como una coraza opuesta al medio y las alimañas; negrísima, enmarca un rostro que recuerda la cabeza del jaguar o del océlotl; rosto en que los ojos son grandes, oblicuos, penetrantes y maliciosos. Después, en las jornadas por la selva y ante monolitos precolombinos, los rasgos del rostro de mi nuevo amigo proclamaron su estirpe maya, ennoblecidos por el milenio que ocultó sus trazos, reali- zados por los estetas mayas del siglo VI de nuestra era (Sotomayor 1949: 30).


Por su parte, Carlos Margain nos transmite tanto sus vivencias personales en la ex- pedición, pero también aporta sus reflexiones sobre la cultura y la identidad de los lacandones, así como su interpretación inicial sobre los testimonios ofrecidos por las construcciones y los registros calendáricos encontrados en Bonampak. Con respecto a los lacandones nos dice:


Son seres en verdad extraordinarios: vida material dura, durísima y miserable; son, sin embargo, gente feliz; felices en verdad en este mundo donde no es tan fácil serlo (y a pesar de que sus hogares incluyen de tres a cinco esposas o kikas); carcomidos por en- fermedades—que la civilización en forma de chicleros les ha llevado recientemente--, tienen una fortaleza muscular notable; habitan perdidos en la selva en condiciones ma-

terialmente primitivas y lo hacen a unos cuantos metros de distancia de las magníficas construcciones hechas por gente—antepasados suyos—que vivieron hace más de mil años en el mismo lugar. Cuando se aprecia que poseen un sentido ético de honradez y uno de hospitalidad, en formas desconocidas en nuestro mundo del siglo XX, las revelaciones siguen; y aumentan cuando nos damos cuenta de su extraordinario sentido del humor, expresado en medias palabras y por el idioma universal de la carcajada y la mímica (Margain 1951: 29).


Encuentra también la identidad entre los rostros, son “relieves que caminan y podemos tocar”, anota; pero sobre todo reafirma la continuidad de los habitantes de las viejas ciudades mayas del pasado clásico y los actuales lacandones, para lo cual aduce las si- guientes razones, basadas en las observaciones hechas sobre el terreno:


Mencionaremos unas cuantas: 1ª Desde luego, la innegable similitud somática, pues son en verdad ídolos mayas que caminan; 2ª Sus cantos al tigre, animal de tan pro- fundísima tradición arqueológica, no sólo en la zona maya sino casi en cualquier región aborigen; 3ª Detalles de su comportamiento, reveladores de una actitud que, por breve- dad, llamaremos simplemente señorial, en medio de su miseria (para nosotros citadinos conceptos) y aparente pobreza cultural; actitud que no es propia de gente de anteced- entes culturales primitivos, sino sólo de aquella que proviene de grupos humanos de potencialidad cultural vigorosa; 4ª La veneración que tienen por las ruinas arqueológi- cas, cerca de las cuales viven, expuesta ella en dos formas: a) colocación, con propósitos indudablemente religiosos, de cerámica ritual—hecha por ellos mismos—dentro de las ruinas; b) el cuidado que ponen –en cuanto está a su alcance—en evitar la destrucción de esas ruinas desde luego por ellos mismos, y, sobre todo—en lo poco que pueden por los extraños (Margain 1951:59; los subrayados son del original).


Con respecto a las pinturas de Bonampak, Margain las considera una muestra extraor- dinaria del arte de los pueblos mesoamericanos, por su calidad estética, por sus carac- terísticas técnicas y por transmitirnos escenas de la vida ceremonial y, de particular importancia, de las guerras entre los propios señoríos mayas, con lo cual se rechaza la suposición de pacifismo de las grandes sociedades del periodo clásico. Finalmente, a partir de sus observaciones y de la lectura de las fechas inscritas, hechas por otros espe- cialistas, establece que corresponden a un periodo que va del año 751 al 830 de nuestra era (Margain 1951: 70).

La experiencia y los materiales reunidos en la expedición tienen también un esplén- dido resultado en la obra pictórica de Raúl Anguiano, quien realiza numerosos dibujos y pinturas en las que nos muestra el ambiente selvático y la belleza, primitiva y exótica, de los lacandones; de este acervo artístico destaca el retrato de Kayom Carranza junto

al perfil del sacerdote maya de los relieves de Bonampak, que expresa plásticamente la condición delos lacandones como descendientes directos de los antiguos mayas.


Gertrude Duby y los lacandones


Nacida en Suiza y con un activismo político contra el fascismo, prisionera en un campo de concentración durante seis meses, luego de lo cual es exiliada en Estados Unidos, Gertrude Duby llega a México en 1943 con la bien definida intención de entrar en contacto con los lacandones para protegerlos y defender a la selva; así, encabeza una misión del gobierno del Estado de Chiapas, la cual cruza la densa espesura tropical con enormes dificultades, y el apoyo de chicleros y finqueros, para iniciar una relación amistosa que se prolongará durante cincuenta años, prácticamente hasta su muerte, en 1993. Establece su residencia en San Cristóbal de Las Casas, donde vive con Frans Blom, arqueólogo danés con una vasta experiencia en la selva lacandona, desde 1922; conocedor, por tanto, de las condiciones extremas vigentes, así como de la situación que guarda la enorme riqueza arqueológica de los antiguos mayas, constituye un apoyo fundamental en los constantes recorridos y visitas realizados por Trudy, como era más conocida Gertrude, a lo largo de medios siglo. El conocimiento personal de los inte- grantes de los diferentes asentamientos le permite establecer vínculos profundos y apo- yarlos en las vicisitudes provocadas por el aislamiento y la agresión constante de que son sujetos, por los chicleros y los aventureros que cruzan la selva. Con el paso del tiempo, Trudy se convierte en la mayor conocedora de la selva y de la cultura de los lacandones. Aun cuando su interés inicial era proteger a los lacandones y a la selva, declarando que no se proponía realizar investigaciones antropológicas, su propia experiencia per- sonal y su aprendizaje de sus costumbres le permiten profundizar gradualmente sus observaciones y llegar a tener un conocimiento íntimo de su situación, de tal suerte que publica en diferentes medios internacionales, tanto de divulgación como especializados, síntesis sobre la cultura y la historia de los lacandones. Por ejemplo, en la más importan- te enciclopedia en lengua inglesa sobre los pueblos indios de México y Centroamérica (el Handbook of Middle American Indians), el capítulo sobre los lacandones es redactado

por Gertrude y Frans Blom (1969).

Desde su llegada a la selva destaca la necesidad de realizar estudios entre los lacan- dones, para lo cual apunta cuatro razones:


1º Viven en el territorio del viejo imperio maya y todo indica que son los últimos descendientes de los constructores de las maravillosas ciudades en ruinas de Palenque, Yaxchilán, Toniná y muchas otras ruinas todavía no descritas con las que uno tropieza al andar por la selva de Chiapas, entre el caudaloso rio Jataté y el majestuoso Usumacinta.

2º Por su propia historia de luchadores valientes en contra de la Conquista durante siglos.

3º Por su mentalidad, muy distinta de las de los otros indios, forjada en una libertad que nunca conoció dueños ni explotadores.

4º Porque son seres humanos, son mexicanos inteligentes y capaces de desarrollo (Duby 1944: 40).


La intensa actividad desplegada por Trudy pronto la convierten en la “reina” de la selva y de los lacandones; asimismo, la casa de los Blom en San Cristóbal, conocida como Na Bolom adquiere un prestigio como centro de estudios, tanto por un creciente acervo bibliográfico especializado que reúnen como por ser un referente internacional para los estudiosos no solamente de la selva lacandona, sino también de los diversos pueblos mayas de Chiapas.

A partir de los años cincuenta se inicia un proceso de colonización de la selva aus- piciado por el gobierno federal; comienzan a llegar contingentes campesinos de aquellas regiones del país con fuertes problemas agrarios, pero también los pueblos indios de los Altos de Chiapas comienzan a explorar las posibilidades de asentarse en el medio selvático. Ante esta situación Trudy busca la manera de proteger a la selva y sus últimos mayas:


Todo se está perdiendo. Los lacandones, mis amigos por 27 años, son víctimas de colo- nos invasores que han llegado para maltratarlos y destruirles sus propiedades. Desearía poder, sola, prevenir la destrucción bárbara e inútil que se está llevando a cabo, pero no es posible. Necesito ayuda (…) Tenemos que proteger a los lacandones y otros grupos indígenas, los bosques y las valiosas ruinas mayas (en De Vos 2002: 97).


La amistad cultivada con las viejas familias aristocráticas de San Cristóbal Las Casas le permite a Trudy acudir al Dr. Manuel Velasco Suárez durante su campaña para la gubernatura del Estado de Chiapas, en el año de 1970, y por este mismo camino al candidato a la presidencia, Luis Echeverría; ellos visitan Na Bolom y escuchan las pet- iciones de ayuda para proteger a sus amigos lacandones y a la selva. La respuesta llegó pronto, pues el 26 de noviembre de 1971 el presidente expide un decreto que crea la reserva de más de 614 000 hectáreas, en la que solamente podrían vivir los 300 la- candones que había en esos años. Como apunta Jan de Vos, “Se trata, sin duda, de la medida agraria más extravagante que Luis Echeverría tomó durante sus seis años en el poder (1970-1976) y es uno de los ejemplos más elocuentes de ese ‘estilo personal de gobernar’…” (De Vos 2002: 98).

No se trataba, sin embargo, de una decisión gratuita y generosa, pues el costo a pa- gar se vería poco después, cuando el mismo presidente emitió un decreto (el 16 de mar- zo de 1974) por el cual se creaba una empresa estatal para la explotación de la madera, la

Compañía Forestal de La Lacandona, S. A. (cofolasa), cuyos directivos establecieron un contrato con los lacandones.


El 27 de noviembre de 1974 los “dueños de la selva” concedieron a Cofolasa la ex- plotación, durante diez años, de 35 000 metros cúbicos de madera preciosa, o sea, 10 000 árboles, por año. Los derechos de monte que recibirían los lacandones por la concesión serían de 250 pesos por metro cúbico para caoba y cedro y de 50 pesos por metro cúbico para otras maderas tropicales. El 70% de estas regalías serían congeladas en un fondo común controlada por Nacional Financiera (Nafinsa) y administrado por el Fondo Nacional para el Fomento Ejidal (Fonade). El 30% sería distribuido entre los 66 jefes de familia lacandones por medio de pagos semestrales (De Vos 2002: 113).


Pronto muy diversas instituciones gubernamentales acudieron a la selva para llevar todo tipo de programas para “ayudar” a los lacandones; se trataba de succionar recursos del fondo reservado por diferentes medios. Las tiendas Conasupo que se instalaron en la selva tenían los más extravagantes productos: conservas, miel embotellada, latas de atún y otras, todo llevado por avión.


Los lacandones, provistos de pesos, compraron y probaron todo. Varios alquilaron mano de obra ch’ol o tzeltal para la cosecha anual, que perdió pronto su tradicional di- versificación ante la creciente oferta de Conasupo. Aún más perturbadora fue la intro- ducción de plantas de café, colmenas, borregos, puercos, ganado vacuno y herramien- tas de carpintería, con el fin de introducir al grupo a la producción para el mercado regional y nacional (De Vos 2002: 113).


Ropa de procedencia industrial, rifles, aparatos de transistores y muchos otros produc- tos fueron adquiridos; su vida cambiaba radicalmente, y aunque conservan mucho de su cultura tradicional, son víctimas de diferentes enfermedades, por lo que tienen que gastar mucho dinero para su curación; su dieta cambió también, reduciendo el consu- mo de proteínas de origen animal. Conservan algunas artesanías y su indumentaria para el consumo de un creciente turismo que llega por aire y tierra (De Vos 2002).

No deja de ser un tanto irónico que la implementación del decreto presidencial provocó innumerables problemas sociales y políticos, pues había numerosos asenta- mientos de tzeltales, tzotziles y choles en el área demarcada, los cuales realizaban trámi- tes agrarios para legalizar su posesión; pero el decreto los convirtió en “invasores”, y los amenazó con la expulsión. Diversas reacciones organizativas crecieron y se convirtieron en activos movimientos políticos, uno de los cuales eligió la lucha armada y, asociado con algunos contingentes guerrilleros que hacían labor proselitista en la selva, se levantó en armas el 1 de enero de 1994, como Ejército Zapatista de Liberación Nacional.

Las fotografías de Trudy


Como varios de los trasterrados que llegaron a México en los años cuarenta, Gertrude Duby aprendió el manejo de la cámara una vez instalada en el país; desde sus primeros contactos con los lacandones, y a lo largo de los cincuenta años en que mantuvo una estrecha relación con ellos, tomó una gran cantidad de fotografías, las cuales tienen, a diferencia de muchas otras tomadas en la región, una atmósfera de cotidianidad y de cercanía a su intimidad; hay muchos retratos de aquellos con los que tenía mayor trato. En todos los casos consigna los nombres personales y el lugar donde fue hecha la toma. Hay en las fotografías tomadas por Trudy una evidente calidez, un mirada respetuosa y un marcado interés por subrayar las particularidades culturales de los lacandones, en tanto herederos de la civilización maya.

Bien podemos decir que la obra fotográfica de Gertrude Duby sobre los lacandones constituye una valiosa y sólida contribución a la etnografía, pues no se trata de tomas aisladas u ocasionales; todas ellas se articulan en un discurso que nos remite a la cultura y a la historia de este pueblo, y se entraman de diferentes maneras con las publicaciones realizadas en diferentes medios de alcance nacional e internacional. Sus fotografías reve- lan también la precaria vida de la selva, los recursos diversos desplegados para adaptarse a las condiciones extremas del ambiente, con una densa vegetación ante la cual hay que abrirse paso con el machete, con ríos sinuosos, lagunas, cerros escarpados como obstá- culo, pero también como proveedor de los recursos para la subsistencia.

La vida ceremonial también es registrada en las fotografías, como en las ofrendas hechas a los dioses de la lluvia, cuando se usan los particulares incensarios que llevan un rostro; y cuando se marca la condición sagrada con lunares de achiote en la ropa y en la banda de fibra con que se rodea la cabeza.

El estilo cálido de Trudy contrasta notablemente con la fotografía etnográfica que se hacía ese tiempo, en particular en el proyecto “México indígena” del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM; bajo la dirección del Dr. Lucio Mendieta y Núñez se reunían datos etnográficos y materiales gráficos de todos los pueblos indí- genas del país para preparar una Etnografía de México; el encargado de la fotografía era Raúl Estrada Discua, apoyado por Enrique Hernández Morones. Con la intención de montar una exposición durante la celebración del Primer Congreso Indigenista Interamericano, realizado en Pátzcuaro en el mes de abril de 1940, se procedió a or- ganizar los materiales reunidos; sin embargo no se logró presentarla, pero se mantuvo el proyecto, y no fue sino hasta octubre de 1946 cuando se montó la exposición en el Palacio de Bellas Artes, de la ciudad de México. Con esto se contribuía a fortalecer el discurso nacionalista y, sobre todo, una política indigenista que mantuvo, en el sexenio del conservador presidente Manuel Ávila Camacho, un perfil bajo; lo que contrastaba

con el florecimiento de ese nacionalismo de vocación indigenista en la literatura, el cine, el teatro, la pintura, la música y la danza.

Esas mismas fotografías son articuladas a su discurso antropológico en el libro Etnografía de México (Mendieta y Núñez 1952), obra compuesta de monografías etno- gráficas por cada uno de los grupos indígenas del país; y muestran una mirada que se entreteje con el discurso evolucionista que domina la perspectiva teórica de las investi- gaciones que se hacen en México en la primera mitad del siglo XX. Las fotografías pre- tenden una objetividad centrada en los rostros y en los tipos físicos, en los individuos. En algunas tomas se una tela de fondo que esconde el paisaje o el entorno local; se hace posar a las personas de frente y de perfil, a la manera de las fichas de los archivos carcela- rios y hospitalarios —estilo que se ha mantenido hasta la actualidad en las indagaciones policiacas— de finales del siglo XIX.

Cuarenta años después, en 1986, la exposición vuelve a ser montada en el mismo lugar; y posteriormente publicadas en un formato que permite apreciarlas bien; en este volumen Guillermo Bonfil, autor del célebre libro México profundo (1987), presenta un texto, “Los rostros verdaderos del México profundo”, en el que, entre otros señalamien- tos, se refiere así al estilo de las fotos:


Fotos para estudiar fenotipos, mujeres y hombres vistos como especímenes del género humano. Tal vez el sociólogo, el sicólogo o el médico querían encontrar en la compara- ción de los rasgos faciales la clave del ser indio y alguna explicación de sus capacidades y sus limitaciones, sus tendencia y sus inmovilidades, según la rígida tradición de la frenología entonces todavía con un hálito de vida. Hoy podemos verlas con otro mirar, con otra sensibilidad, desde otro tiempo (Bonfil 1989: 32).


No todas las fotografías que hacían los antropólogos respondían a esta perspectiva posi- tivista y naturalista; por una parte tenemos los magníficos materiales de Alfonso Fabula y de Julio de la Fuente, dos antropólogos con una amplia experiencia de campo en las regiones indígenas y con una activa participación en los proyectos indigenistas del gobierno mexicano durante los años treinta y cuarenta, del pasado siglo. Por otro lado, aquellas otras de Rosa Rolando y de Miguel Covarrubias, plenas de lirismo y vinculadas con el estilo del pintor y arqueólogo, como se aprecia en su libro Mexico South, expresan otros énfasis (Covarrubias 1946).

Las fotos de Trudy se relacionan más cercanamente con las miradas de Walter Reuter, Ruth Lechuga y Bernice Kolko; hay una simpatía y un respeto hacia las per- sonas retratadas; sin embargo, lo que les otorga la cualidad etnográfica no es el que se refieran a los pueblos indios, sino el que se inserten en un discurso específico, en el de una etnografía que busca reconocer y rescatar a los herederos de la civilización mesoa- mericana. De hecho buena parte de la etnografía que domina las investigaciones mexi-

canas, hasta 1970, está orientada al reconocimiento de aquellas características sociales y culturales que remitan al pasado mesoamericano, como lo muestras las concepciones museográficas desarrolladas por Miguel Covarrubias y plasmadas espléndidamente en el Museo Nacional de Antropología (construido durante el gobierno presidencial de Adolfo López Mateos, e inaugurado en septiembre de 1964).


Reflexión final


Las pinturas de Bonampak son el inicio del descubrimiento del arte pictórico de los pueblos mesoamericanos, conocido ya en varias de sus manifestaciones, como en Teoti- huacan; sin embargo, mantienen su importancia por la magnitud de su expresión —tres cámaras completamente cubiertas por los frescos— y por la referencia al esplendor de la vida ceremonial de la nobleza de las ciudades mayas. El misterio de su desaparición, como sistemas sociopolíticos complejos, continúa siendo un reto para las investiga- ciones antropológicas. La vieja hipótesis propuesta por Sylvanus Morley, arqueólogo y espía, sobre el agotamiento de la tierra por los efectos del sistema de roza, como el que practicaban los lacandones cuando los visita Gertrude Duby y la expedición del INBA, ha sido desechada una vez que los agrónomos, los biólogos y los arqueólogos descubren la complejidad de los sistemas agrícolas desarrollados por los mayas en las condiciones ambientales de la selva tropical; persiste la explicación sociológica sobre una crisis polí- tica, pero no hay todavía la evidencia convincente que la respalde.

Las concepciones sobre la identidad de los lacandones han cambiado también, pues diferentes autores han mostrado que ellos llegan en el siglo XVIII procedentes de la pe- nínsula de Yucatán, y se tiene como prueba la cercanía lingüística con el maya yucateco, algo que fue evidente desde las investigaciones de Alfred Tozzer; otra evidencia es uno de los nombres que usan para autodesignarse, masewal, término de origen nahua que usan los mayas peninsulares, especialmente los antiguos rebeldes que se refugiaron en el territorio de Quintana Roo, en el oriente. Cuando Carlos Margain encuentra este dato le parece sorprendente y no logra explicárselo cabalmente. Por su parte, Alfonso Villa Rojas, conocedor profundo de la historia y la cultura de los pueblos mayenses, nos informa sobre un grupo maya peninsular, los quejaches, que emigra a la región tropical huyendo de la violencia y opresión de los colonizadores hispanos.

Es J. Eric Thompson, otro de los grandes mayistas, quien comienza a plantear la identidad de los antiguos lacandones como relacionada con los choles, y no con los peninsulares; sin embargo, las investigaciones de Jan de Vos, particularmente un ex- traordinario libro escrito con pasión —La paz de Dios y del Rey: la conquista de la selva lacandona 1525-1821— muestra contundentemente la filiación chol de los habitantes originales de la selva, llamados también lacandones, quienes son combatidos ferozmen-

te por los españoles y, finalmente, expulsados de la selva y conducidos a Guatemala, dejando entonces un gran vacío que posteriormente es ocupado por los campesinos mayas peninsulares que huyen de la opresión colonial, quienes heredan el nombre de “lacandones”.

La ocupación original de las tierras bajas mayas tiene como una de sus evidencias la distribución de las lenguas cholanas: el chontal de Tabasco, el chortí de Honduras y Guatemala y los choles propiamente dichos, del norte de Chiapas; todos ellos ubicados en la gran franja de territorio que está en la base de la península de Yucatán. Estos pue- blos controlaban los caminos y el comercio que cruzaban las selvas tropicales, así como las rutas marítimas que rodeaban la península, desde Acalan en Tabasco hasta el puerto de Nito, en Honduras. Es decir, los mayas yucatecos estaban asentados en la mitad nor- te de la península; las haciendas fundadas por los colonizadores hispanos extendieron su domino hacia el sur y empujan a aquellos mayas, que huyen de la explotación y el sometimiento, hacia las profundidades de la selva lacandona.

Por otra parte, en el campo del desciframiento de la escritura de los mayas es cada vez más evidente que la lengua a la que corresponden está vinculada con las lenguas cholanas. Sin embargo, es todavía una cuestión abierta y otro de los grandes retos de las investigaciones sobre los antiguos mayas. Es decir, la clave no está en la lengua que hablan los lacandones, una variante dialectal del maya yucateco.

Lo que permanece como un poderoso testimonio de los lacandones que estudia la etnografía del siglo XX es la imagen construida por la mirada persistente y amorosa de Gertrude Duby en el enorme acervo fotográfico que reúne durante el medio siglo que convive con ellos. Sin embargo, estas imágenes trascienden su carácter estricta- mente gráfico y artístico; son parte de un discurso que se entreteje para convertirse en una imagen etnográfica. La calidad de tales imágenes, miradas fuera de su contexto discursivo, mantiene su condición de obras artísticas, y en ese sentido han sido am- pliamente divulgadas, junto con otras fotografías de notables y reconocidos artistas de la lente; pero su calidad de documento histórico y etnográfico se constituye al en- tramarse con el texto del cual forman parte, como en los dos trabajos más importan- tes que escriben Gertrude Duby y Frans Blom, el libro Los lacandones (Blom y Duby 1955) y la monografía correspondiente del Handbook of Middle American Indians (Duby y Blom 1969). La importancia de las contribuciones de Gertrude Duby al es- tudio de los lacandones, en particular, y de los pueblos mayenses, en general, depen- de, en buena medida, de la configuración de una perspectiva teórica y metodológica que reconozca las especificidades de una etnografía que asume el entrelazamiento de texto e imagen en un discurso.

Referencias


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